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Entre razones y privilegios

Omar Gasca

Toda clase de argumentos parece oportuna a la hora de defender la normalización de la desigualdad. La darwiniana idea de la supervivencia del más apto, por ejemplo, fue llevada por Herbert Spencer y luego por Joseph Fisher al terreno de lo social para explicarnos que la evolución en ese ámbito se debe a la capacidad de competir, factor decisivo para alcanzar mejores condiciones de vida. La más simplista de las reducciones al respecto conduce a esta burda y cómoda síntesis: son pobres los que, en la disputa de los bienes, se hallan de origen en desventaja por la superioridad de origen de otros. Tan tan.

El karma, por su parte, formulado como una especie de ley de causa y efecto a partir del concepto de reencarnación, entiende que el curso de la vida de un individuo está condicionado por las acciones buenas o malas realizadas en la vida anterior y de este modo, en esencia, la “norma” es: si te va mal, es que actuaste mal, y viceversa; la determinación es cósmica; aquí no hay que hacer nada.

A mediados del siglo XIX, Pareto descubrió que en Italia el 80% de la tierra era propiedad del 20% de los pobladores, mientras el 80% de éstos solo poseía el 20%. Desde entonces, la Ley o Principio de Pareto (o Regla del 80/20), con cifras relativamente arbitrarias que como quiera expresan una proporción, sirve para interpretar distintos fenómenos, por ejemplo, que el 80% de los efectos proviene del 20% de las causas, o que el 20% de los dueños posea el 80% de un todo. Tamizada esa ley al gusto, se sugiere que de un 100% de lo que sea, en principio disponible para un conjunto humano cualquiera, el 20% se quedará con el 80%. Las razones pueden ser legítimas o no serlo.

Mucho menos elaboradas son las sentencias de todos los días: “son pobres porque no trabajan”, “son flojos”, “el pobre es pobre porque quiere”. Y hay joyas como ésta, atribuida a Napoleón: “el método más seguro para permanecer pobre es ser honrado”.  O esta otra, de Benjamín Franklin: “la pobreza a menudo priva al hombre de toda virtud: es difícil que un costal vacío se mantenga derecho”. Preguntemos, de paso, qué quiso decir Voltaire, si lo dijo Voltaire, al afirmar: “si los pobres empiezan a razonar, todo está perdido” (si les pauvres commencent à raisonner, tout est perdu). Todo perdido probablemente, para la clase acomodada, porque vendrían los reclamos. Pero, ¿no razonan los pobres? Si no hay acceso a la educación, ¿no hay tampoco a la razón?

De alguna manera, hay quien piensa que la pobreza es una ley de la naturaleza, una verdad mineralizada y generosamente útil. Tal pensamiento frecuentemente no se presenta en quien por esfuerzo propio y desde un piso parejo consiguió y mereció una situación económica favorable. Más bien proviene de quien ignora que nació y creció entre privilegios o salpicado directa o indirectamente por ellos: una familia acomodada, escuela de calidad, relaciones, servicios de salud y otros, bienes heredados, recursos de distinta índole, una suma de positivas condiciones potenciales y, de modo importante, el fenotipo visto como preferente, esto es, el conjunto de rasgos físicos (color de piel, color de ojos, tipo de pelo…) y conductuales. Que nacer blanco se interprete como un mérito supera lo ridículo, claro.

El patrón de la acumulación de privilegios no es casual. Raramente la pobreza es producto de la flojera, apatía, indolencia o desgano. Se trata más bien de marginación recurrente, de la desvinculación forzada de las vías de la oportunidad. Y de racismo, como otra constante.

La filósofa Adela Cortina acuñó en 2017 el término aporofobia para referirse al miedo, la aversión y el rechazo a los pobres, acerca del cual Milagros Pérez Oliva sostiene que “…para que el miedo se convierta en rechazo es preciso un proceso mental que anule la compasión y la empatía. Ese proceso lo proporciona la ideología y se activa cuando señala a los pobres como culpables de su pobreza (…) resultado de una indolencia, un error individual o una culpa personal”. Nada más fácil que atribuir al pobre su pobreza.

Compasión, empatía, ideología y marginación son palabras clave a las que hay que agregar otras muchas, entre ellas las de clasismo y racismo, que circulan y vagabundean, con ánimo irreflexivo y acrítico, en las prácticas sociales, en toda clase de enunciados afectados, en el chiste, el ademán, el gesto y el trato, como formas habituales, como dispositivos de un sistema de normalización, como andamios y reflejos del prejuicio y la discriminación; como artículos de una absurda, grosera, infame y estructural doctrina de la superioridad. Violencia simbólica y de la otra. ¿Cómo se suele distinguir a un pobre de un rico Latinoamérica? El color de piel es el atajo.

La aberración se reafirma cuando –como señaló Max Weber aunque ya lo sabíamos– un grupo social alcanza una posición elevada e impide o limita las oportunidades de otros con tal de no ser sustituidos.   Llueve sobre mojado si al hecho de ser pobre se añade la condición de indígena, y graniza sobre hielo si a lo anterior agregamos el caso de ser mujer.

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