“Volver, con la frente marchita…”, dice Gardel; como que no, aunque la canción
es extraordinaria, con la frente marchita ya para qué. “Le hago caso al corazón y
me muero por volver”, canta el señor Fernández, de la autoría de Fernando Z.
Maldonado. Tampoco.
Mejor propuesta es la de Violeta Parra, y más todavía en su propia voz o en
la de Mercedes Sosa: “volver a los 17, después de vivir un siglo…”, pues va. Y va
todavía más con Mercedes Sosa, Chico Buarque, Caetano Veloso, Milton
Nascimento y Gal Costa, todos juntos, como en 1987. ¿Volver a los 17 si tienes
47, 57, 67? Una canción-tunel-del-tiempo. Bien para la poesía, para la música,
para el recreo de la imaginación, porque en el terreno real del deseo o la
aspiración nostálgica, de vocación regresiva al modo de “todo tiempo pasado fue
mejor”, hablaríamos con mucha probabilidad de patología.
En algunos textos, quizá en principio de Freud, se explica que el deseo
siempre busca un objeto perdido, algo como el paraíso, pero perdido, porque
nunca existió; que el deseo se orienta a la regresión, a buscar ese objeto,
diríamos, idealizado. La idea es volver y, sí, con la premisa de que lo pasado fue
mejor.
Hoy hay un impaciente anhelo, una necesidad también, de volver a la
normalidad: “volver a la normalidad” es hoy día una expresión corriente, pero,
¿cuál normalidad?
“En los 70 la gente tomaba ácido para hacer el mundo raro. Ahora que el
mundo es raro, la gente toma Prozac para hacerlo normal”, dice el cantante y
compositor británico Damon Albarn. La paradoja dice más de lo que parece; quizá
lo que entendemos por normalidad es sólo un patrón de ajuste, una forma de
adaptación a un mundo perfecta y profundamente anormal. Eso de acostumbrarse
a todo…
Normal, anormal, subnormal, supranormal, paranormal; el concepto de
“normal” se refiere a aquello que se encuentra en un estado que se considera como
natural, habitual, común, usual, frecuente u ordinario, y con el cual “coinciden”, o
del cual más bien dependen, una serie de cánones, reglas o modelos… que
alguien establece.
Nuestra “normalidad”, la de nuestros días, implica poder salir a trabajar o
estudiar y pasear y ver a los amigos o vagar o curiosear fuera de casa, pero
también es una condición que admite que haya muchos millones de pobres en el
mundo, una desigualdad escandalosa, pueblos originarios olvidados, dramáticos
niveles de inseguridad y de violencia, miles de feminicidios, altísimos índices de
desnutrición crónica infantil, enormes rezagos educativos y tecnológicos,
diabéticos por todas partes, pérdida de especies, racismo, clasismo y aporofobia,
es decir, miedo y rechazo a la pobreza, las personas y los ámbitos pobres, entre
otras realidades. Incluso para quien vive con muchos privilegios tal normalidad es
un factor de incertidumbre, zozobra y miedo.
¿Volver a esa normalidad?, bueno, dicen ahora, a una “nueva normalidad”,
pero sólo referente a la adopción de nuevos hábitos a propósito de esquivar los
efectos de la pandemia –que por cierto se puede volver endemia, esto es, un
problema recurrente–, como si nomás hubiera que cambiar de prácticas y
conductas frente a la enfermedad física, cuando hay una gran afección política y
social y un cerro de conceptos políticos y económicos en quiebra. ¿Por qué no
una nueva normalidad en un sentido más amplio, no sólo de políticas públicas sino
de actitudes y comportamientos sociales, de gestiones individuales y colectivas
para repartirnos la responsabilidad como si todos fuéramos lo mismo en términos
de derechos y oportunidades?, pero, ¿quién la promueve?
Entre otras cosas, la actual pandemia ha develado y acelerado la crisis que
venía profundizándose en prácticamente todas las esferas de la realidad:
economía, educación, política, alimentación, salud, deporte. Para muchos
ciudadanos del mundo, el coronavirus es una calamidad más; una amenaza en
todo caso de impacto menor que el hambre y el olvido. Alrededor del 45% de
las muertes de menores de cinco años en el mundo están relacionadas con la
desnutrición; 42,5 millones de personas pasan hambre en América Latina y el
Caribe, 256,1 millones en África y 513,9 millones en Asia.
Según los datos más recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS),
en el mundo hay algo más de un millón de defunciones; si bien hay quien piensa
que se puede tratar del doble por deficiencias en el registro. “El coronavirus –leemos–
ha matado a más personas en EU que las últimas cinco guerras” (Vietnam, Corea, Irak,
Afganistán y la Guerra del Golfo). Estos datos son recurrentes, están en los diarios,
la Internet y las charlas presenciales y virtuales, porque lo que expresan nos afecta,
Pero no nos perturba; no sobresalta ni nos impresiona lo que ocurre en Zimbabue, Sudán
del Sur, la República Democrática del Congo o el territorio del Sahel Central, por ejemplo,
entre centenas de regiones más. Que no estén en nuestra mente es parte de esa “normalidad”,
y por eso es que parece mejor ir, que volver.