Cuando observamos una flor nacer y crecer vemos que pasa por diferentes etapas: primero es un frágil brote, luego va tomando fuerza; inicia como una flor es pequeña y cerrada, con el tiempo comienza a abrirse, buscando la luz, creciendo en tamaño y fuerza, abriéndose completamente para llegar a su máxima belleza y esplendor.
Al verla crecer, ¿sientes la necesidad de “ayudarle”? ¿De abrirle los pétalos antes de tiempo, para que crezca y se abra de una vez? ¿Darle “un empujoncito” para que llegue a ser la bella flor que está llamada a ser? Me imagino que no. Sabemos, o intuimos, que cualquier fuerza externa que intervenga en el desarrollo natural de esa flor afectará en su crecimiento y resultado final. Está claro que si “le ayudamos” a abrir sus pétalos ésta se romperá, quizás incluso detenga su crecimiento y muera.
La mejor manera de que esta flor llegue a su máximo potencial y belleza, es dejarla crecer solita. Podemos regarla, darle amor, ponerla bajo la luz del sol, pero no necesita de nuestra ayuda directa. Su información genética ya tiene la programación necesaria para saber exactamente cómo crecer y desarrollarse, cómo llegar a ser la bella flor que está destinada a ser.
¿Y con los niños qué pasa? ¿Te hace sentido comparar la flor y su crecimiento con los bebés y niños pequeños?
Somos parte de la naturaleza, y tanto en nuestro ADN personal como en nuestra información como especie, nuestros cuerpos tienen la información de cómo crecer, desarrollarse y desenvolverse como las bellas personas que estamos destinados a ser: cada uno único y única.
Así como con las flores, cuando intentamos que los bebés y niños pequeños “crezcan más rápido” (es decir, que aprendan a gatear/caminar/controlar esfínter/escribir y leer lo antes posible), generamos en ellos una presión innecesaria, los apuramos en procesos naturales que fluyen mejor cuando se dan de forma espontánea. Lo que puede generar nuestra “ayuda” al intentar apurarlos, es estresarlos, haciéndoles sentir que lo que ya saben hacer no es suficiente, pues se espera de ellos eso que aún no logran.
Confiemos en las capacidades innatas de nuestros hijos. Confiemos en que, con el cuidado adecuado y en un ambiente de amor y contención, podrán ir adquiriendo nuevas habilidades y desarrollándose a su propio ritmo, con tanta gracia como lo hace una flor que crece en plenitud.
Un bebé que crece en un ambiente donde los adultos confían en él y apoyan su desarrollo con respeto (sin apuro), se convertirá en un niño o niña que confía en sí mismo y en el mundo, que se siente cómodo con el entorno que lo rodea y consigo mismo. De esta manera, logrará desenvolverse de forma eficaz, autónoma y positiva con los otros a lo largo de su vida.
Cada etapa del crecimiento tiene su importancia, su valor y su tiempo. No intentemos apurarlas. Respetemos el ritmo natural de desarrollo de nuestros pequeños, por un mejor presente y futuro para ellos.