Con sus respectivas moralejas, en diversas fábulas, aunque no precisamente las de Esopo o Samaniego sino aquéllas que se tejen en las vivencias desde la infancia, vamos aprendiendo a amar el amor y a odiar el odio, por lo menos como una aspiración y a la manera de un vago principio antagónico del mal. Luego, poco a poco, nos vamos enterando de que “el amor es ciego” y, más tarde, gracias a alguna nostálgica estación de radio, aprendemos del ecuatoriano Julio Jaramillo y con Los Tres Reyes cómo contrarrestar la indiferencia: “ódiame por piedad yo te lo pido / ódiame sin medida ni clemencia…” (aunque es mejor la versión de La Santa Cecilia, con la voz de Marisol Hernández, “La Marisoul”). Sí, nos dijeron que el amor es ciego, pero faltó agregar que el odio tiene muy buen ojo, la mirada aguda y más que certera.
Alguna clase de odio puede provenir de quien ha sido agraviado, vulnerado, afectado en su persona, en personas cercanas o en sus bienes. Puede ir acompañado de lo que, en las telenovelas, las malas novelas y las malas películas (donde los buenos son rebuenos y los malos requetemalos) se manifiesta como “sed de venganza”, perfectamente entendible (en la telenovela no, porque la maldad del malo consistió en llegar a las once en lugar de a las diez).
Otra cosa es lo que vivimos hoy, y lo que vamos haciendo costumbre y, de alguna manera, legado, porque entre trols, memes, tuits, descalificaciones a ultranza, noticias falsas y falsísimas, mal que bien vamos haciendo pedagogía, una especie de trending topic duradero cargado de misantropía selectiva, deportiva, con base en el odio intenso, sin control e irrefrenable.
Pensemos en las nuevas generaciones y en los sistemas de creencias que a cuentagotas se adquieren mediante el aprendizaje y la recurrencia e interpretación de lo que se vive, habla, escucha y lee.
¿De dónde ese odio? Puede parecer ser irracional, pero tiene sus “razones” o, más bien, su explicación. Su fuente es el miedo y, por otra parte, la percepción de lo diferente como una amenaza, con su aderezo de ignorancia, por supuesto. “El odio ha causado muchos problemas en el mundo, pero no ha ayudado a solucionar ninguno”, dice la escritora, poeta, cantante, activista y actriz afroamericana Maya Angelou, y tiene razón; pero “problemas” es un eufemismo al lado de conceptos como miseria, discriminación y masacre, entre otros. La diferencia entre problema y destrucción es bastante mayor a la que hay entre un uruguayo y un argentino cuando dicen “mashonesa”.
Los crímenes de odio fueron bautizados así por una razón algo distinta (hate crimes), pero claro que se suscriben al odio. No es un juego, aunque hay quien se divierte –o más bien se desahoga– odiando.
Sin pasar por Harvard, Yale o la Universidad Johns Hopkins, don Cruz Reyes Landa, el extravagante y polémico réferi de lucha libre (y actor de reparto en ese género de teatro), mejor conocido como “El Tirantes”, explicaría el fenómeno muy bien con sólo recordar alguna cruzada entre Blue Demon y El Santo, porque el odio radica en una lucha de opuestos, una especie de ping-pong entre “la sombra” (Jung) y el “ideal del yo” (Freud); por un lado, lo que ocultamos por miedo al rechazo y, por otro, la máscara con que representamos un papel mientras escondemos al personaje real. Al final, lo que está detrás del odio es miedo; desde el “¿qué me ves, güey?”, a la mexicana, que en inglés (What do you see me, ox?) o en francés (Que me voyez-vous, bœuf?) carecerían de sentido. ¿Cómo sabe que lo ve si no es viendo que lo ve? (“espejito, espejito, quítame lo pendejito”). Algo así.
En el fondo, el odio a los otros es odio a uno mismo; se odia en el otro lo que más odia uno de (desde-en-entre-hacia-hasta-para-por-según…) sí mismo. Como la paja en el ojo ajeno, pero al cuadrado, al revés volteado y viceversa; cuando odiamos, nos odiamos. Se proyectan en el otro, como si fuera un contrasentido, conceptos inaceptables de nosotros mismos. El odio refleja miedo, pero también lo encubre: “nada por aquí, nada por acá”, dice el mago, con la mascada escondida en la manga y el conejo en el sombrero. El problema crece cuando de la más penetrante antipatía, del más profundo disgusto, aversión o repulsión hacia una persona, se pasa al intento de destruir a ésta, por lo menos, con la palabra.
Dice el escritor y activista afroestadunidense James Baldwin que “…una de las razones por las cuales las personas se aferran a su odio tan obstinadamente es porque sienten que cuando el odio se esfume, estarán forzadas a lidiar con el dolor”, ¿cuál dolor?, entre otros, el de su inaceptación personal.
El colmo, cuando el odio se combina con el Síndrome de Hibris, la enfermedad de los que creen saberlo todo; el trastorno psiquiátrico adquirido que afecta a quienes ejercen el poder de algún modo, así sea el podercito de escribir 280 caracteres en twitter. Peor si le añadimos el efecto Dunning-Kruger, que refiere al desvío cognitivo de acuerdo con el cual los individuos con escasa habilidad o conocimientos, frecuentemente ignorantes voluntarios y voluntariosos, sufren de un sentimiento de superioridad imaginario.
Disentir, diferir, controvertir, discordar, reprobar, cuestionar, criticar (y diez sinónimos y seudosinónimos más), con argumentos, o sea, razonamientos que demuestren, afirmen o refuten algo, es otra cosa mariposa.