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La imagen como correspondencia

Omar Gasca

Todo mundo sabe qué es una imagen o, al menos, entre nociones, percepciones e intuiciones generalizadas o relativamente comunes, las reconocemos sin más. Las vemos todos los días, las portamos en la cartera o en algún dispositivo, las enviamos y recibimos. Pasan del mundo material al inmaterial de la mente.

Aunque a toda expresión visual bi o tridimensional le solemos llamar imagen, en principio toda imagen es una re-presentación, es decir, una segunda presentación de sujetos y objetos de la realidad sensible, es decir la realidad de la cual toman nota nuestros sentidos. 

Se ha dicho ya que los seres humanos somos ópticos por naturaleza, que nos orientamos (y esto en su sentido más amplio) principalmente a través del sentido de la vista, el cual interviene en la captura o percepción de los sujetos y objetos de la realidad, pero también en el registro de las representaciones de ellos, o sea, de las imágenes. 

De la imagen se ha dicho que “dice más que mil palabras”, que “se ha democratizado” en las últimas décadas gracias a los dispositivos tecnológicos que facilitan su captura, y que vivimos en la iconósfera, entre otras cosas. También se ha dicho que toda imagen es documento y por supuesto materia del análisis y el ensayo desde la semiótica, el diseño, el arte, la historia. 

Aunque tiene sus detractores, hay hoy una Bildwissenschaft o ciencia de la imagen, que estudia el desempeño de las imágenes en contextos socioculturales y socioeconómicos, y su función como un dispositivo para estructurar, regular, modificar y normalizar relaciones de conocimiento vinculadas con la percepción de la realidad. La imagen artística, publicitaria, política o de cualquier género, actúa en un ámbito de convenciones de apreciación dentro de un sistema que abarca distintos subsistemas: el del diseño, el del arte, el del espectáculo, el del consumo. Por supuesto, la imagen es hoy uno de los grandes auxiliares de la memoria (recordar significa “volver a pasar por el corazón) y en ocasiones es amuleto o talismán.

La imagen imita, deforma, abstrae, acentúa, amplifica, modifica la realidad… El proceso de mímesis es superado; no se limita a crear la ilusión del objeto, sino que, de distintos modos, instaura nuevas versiones de su visibilidad y, además, produce un excedente de sentido por su poder seductor, inductor y persuasivo. Relaciona principios, valores, sentimientos, conductas y toda clase de atributos con los objetos, por ejemplo. A veces, no re-presenta la realidad, sino “una” realidad, conveniente a un sistema de pensamiento o a una determinada intención: comercial, religiosa, artística, política o social. 

Sin duda, toda imagen, aun la más neutral, es un “dispositivo comunicante” que crea presencias contrarrestando ausencias, y que invariablemente refleja, incorpora o refiere –denota y connota–, a modo de relatos y correlatos, conceptos éticos, estéticos y políticos y que, sin duda también, se ofrece al análisis de sus signos y significaciones. La cultura visual, la fenomenología de la imagen, los órdenes de la visualidad, los grados de iconocidad (o de reconocimiento), las teorías de la ilusión, son temas de la imagen, de igual modo que los memes o las fake news.

La imagen posee también un poder mágico o de intención mágica, de acuerdo con esos dos principios típicos que son el homeopático (lo semejante atrae lo semejante) y el de contagio o contaminante (las cosas que alguna vez estuvieron juntas mantienen una “relación” aun cuando se las separe). En estos ámbitos, la imagen, preferentemente una fotografía, es empleada para afectar positiva o negativamente a un tercero, ya sea por la re-presentación del fotografiado o por el “contacto” que tuvo la fotografía con su portador”.

Actualmente la selfie (o ego-shot) constituye uno de los modos más recurrentes de re-presentación, en este caso de uno mismo, que pretende además “implicar” en la imagen algo de la identidad personal (¿idealizada?) y algún tipo de intención de carácter documental y narrativo en virtud de la importancia concedida al “momento” y a las condiciones del entorno del autogotografiado. Aunque no siempre, además de lo anecdótico algo hay de narcisismo, de culto al cuerpo y más, por ejemplo la presunción de un cierto nivel adquisitivo o el acceso a lugares privilegiados. 

En estas últimas imágenes, el yo y el momento son los protagonistas de un fenómeno que tiende a interpretar al sujeto y a los objetos (la ropa, el entorno) como valores o cualidades que evocan (y provocan) cualquier cosa que sea aquello que entendamos como atractivo y cautivador. La imagen no sólo espera ser vista sino que requiere respuesta, el click, el like, que significa “te vi y además me gustó lo que vi”. Algo de magia homeopática hay en ello: “lo semejante atrae lo semejante”. Ese re-conocimiento es confirmación de algo más: el sujeto de la imagen importa: es conocida/conocido, amiga/amigo, familiar; es alguien para alguien. 

De lo visual, de lo formal, se pasa a lo afectivo, lo que hace que la imagen tambien sea, además de otras cosas, un factor de correspondencia, palabra ésta prácticamente en desuso con referencia a los sobres que llegaban al buzón.

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