“No se puede prohibir ni se puede negar / El derecho a vivir, la razón de soñar / No se puede prohibir ni el creer ni el crear / Ni la tierra excluir, ni la luna ocultar”, dice la argentina Eladia Blazquez en su sensible tango “Prohibido prohibir”, que sufrió luego de algunas versiones ramplonas en modo pop, rock o quien sabe qué, hechas claramente con la intención de causar desasosiego en las almas profundamente afectivas.
En alguna otra parte, la autora agrega: “No se puede prohibir la elección de pensar…”, idea maravillosa relacionada con la incapacidad de frenar en otros las actividades de la mente y las creaciones de ella, a las que no obstante muchas y muchos renuncian, como podemos comprobar en las noticias.
Pero “prohibido prohibir” es, desde el mayo del 68 francés, antes y sobre todo, el eslogan, el lema, el grito de lucha; la consigna de quien se resiste al autoritarismo. Pasó de las bocas a los muros y de los muros al mundo, porque en el mundo, como en Francia, faltaban –y faltan– libertades y derechos.
Lo prohibido atrae: un libro, una película, asomarse a ver lo ocutlo, lo escondido; la palabra clave: tabú. Recordemos que en el siglo XIX la reina Victoria ordenó alargar los manteles de las mesas de palacio para evitar que los hombres pudieran ver las piernas femeninas, hecho que, por supuesto, animó y aumentó el interés por tal efecto.
Atrae lo prohibido, sí, pero a nadie le gusta que le prohiban, menos algo tan pudoroso y habitual, y ordinario, y simple y rutinario, como salir a la calle.
Hoy, con la pandemia y sus brotes y rebrotes, la prohibición aparece: toques de queda, cierre de negocios, circulaciones restringidas y multas por aquí y por allá, si no es que hasta bastonazos, golpes bajos y más. El argumento de los Gobiernos es que “la gente no entiende”, pero, ¿entienden los Gobiernos a la sociedad?
Sí, en efecto, hay en todo el mundo mentalidades prelógicas, gobernadas por un híbrido de pensamiento mágico e ignorancia; otras, a las que les importa un tercio de zanahoria cualquier cosa y, unas más, que siguen a los demás, sin embargo, la lógica de la generalización apresurada no puede dictar la norma, y menos con base en toda clase de prohibiciones, porque también hay quien sí entiende y enfrenta con responsabilidad y esfuerzo las contrariedades de la situación.
Ciertamente, no se deben respetar la negligencia ni la estupidez voluntaria, es decir, como si se tratara de un valor y no un defecto, pero tampoco tomar esas actitudes y condiciones como si fueran las de todos. Hay matices, y éstos empiezan por considerar el bien común y el mal menor; el bien para los más, el mal para los menos, y mínimo hasta donde se pueda.
La pandemia es un problema de efectos físicos, psicológicos, económicos, educativos y otros; y de su lado, la política, en su mejor definición, es la práctica que está obligada a hacer posible lo necesario, pero no para unos sino para la mayoría, y no sólo en el corto plazo. En política, se sabe, no se le puede dar gusto a todos, especialmente cuando hay que tomar medidas entre las malas y las menos malas.
El “mal menor” es un concepto ético conocido, que implica siempre un dilema y, frecuentemente, una paradoja. Por supuesto, si se elige entre dos males, aunque sea el menor, al final lo que se tiene es un mal pero, de otro modo, puede ser que no se tenga nada, excepto fatalidad. En el caso que nos ocupa, el mal menor es el encierro y la suspensión de muchas actividades comerciales, lo que, aunque cause poca gracia y secuelas económicas graves, se interpreta como la única alternativa, lo que revela una gran falta de imaginación y, de paso, de democracia. ¿Le han preguntado a la sociedad, por ejemplo, si tiene propuestas, opciones, una disyuntiva menos mala que las menos mala?
Si un Gobierno, entre otras medidas, prohíbe salir y obliga a cerrar negocios e involucra sanciones por el incumplimiento de ello, no se trataría, efectivamente, de un hecho muy distinto de lo que ocurre con otras prohibiciones como pasarse un alto, llevar un bebé en el asiento delantero del vehículo, sacar el codo por la ventanilla del mismo, tirar basura en la calle o cruzar a la mitad de ella, todo lo cual se penaliza en muchos países, pero la pregunta es si no hay otras formas, estrategias, modos y ánimos para persuadir –disuadir, en su caso–, y convocar a la adopción de conductas funcionales, empáticas, a cambio de prohibir, sobre todo porque, ya lo vimos, la respuesta social, suma a la pandemia y a la cuarentena, distintos y viejos reclamos; ante la prohibición se siente retada, prácticamente invitada a rebelarse, y así, entre una manifestación y otra, se agrava el mal que se pretende evitar.