Caminaba descalza por la playa con el mar rompiendo sobre mis pies. El ir y venir de las olas borraban mis pasos y la arena húmeda, pero cálida, se escurría por entre mis dedos. Llevaba mis alpargatas en una mano y mi bolso de tela cruzándome el pecho. El sol se ponía, parecía fusionarse con el horizonte.
Entonces el último calor del día se extendió por mi cuerpo y me abandonó. Una brisa, me dio escalofríos. Los pelos de mi cuello y brazos se erizaron.
Me agaché, apoyé las alpargatas sobre el suelo y con las manos toqué la superficie del agua. El viento me cantó al oído. Enterré los dedos en la arena y descansé mis palmas de boca al suelo. Le susurré a la tierra, como hacía mucho no lo hacía. Recogí mis cosas nuevamente y seguí mi rumbo algunos kilómetros más. A lo lejos vi una humilde construcción de madera entre juncos, no muy lejos de la orilla. Me dirigí hacia allí, manteniendo el paso.
Al cabo de solo minutos un sonido que no reconocí provino de ella. Me frené a escuchar. Una queja, un llamado extenso. Olas que parecían encerradas dentro de una vasija. El canto de un ave retumbando en la vegetación. El soplido del viento raspando contra una superficie erosionada.
Luego, silencio.
Retomé mi andar. Y otra vez la misma secuencia: una queja, las olas, el ave y el viento.
Cuando estuve a dos metros de la casita me detuve. Una cortina hecha de tiras enervadas con caracoles y pequeñas piedras blancas hacía de puerta. Quise mirar hacia adentro pero no me animé por miedo a que hubiese alguien. Y la secuencia otra vez: una queja, las olas, el ave y el viento. Luego, tic tic tic, el sonido de dos maderas golpeándose una contra la otra.
Sigilosa, me acerqué un poco más. Una voz dulce pronunció algo que no entendí.
– Haere mai.
Corrí la cortina hacia un lado y miré el interior de la casita. Una niña, de unos once años, me saludaba desde el suelo.
– Kia Ora – dijo la niña esta vez y me invitó a pasar con un gesto. Llevaba una sonrisa en su rostro y vestía con una falda a rayas y un corsé colorido.
Miré a mi alrededor. El lugar era pequeño, parecía un taller. Había herramientas en el suelo y algunos otros artefactos dispuestos en forma de semicírculo en la arena. De las paredes colgaban cosas también.
La niña tomó uno de los artefactos que la rodeaban, el primero de izquierda a derecha, y lo apoyó en sus labios. Era un tubo de madera con un caracol enorme en la punta. Puso su mano dentro de la abertura de la caracola y sopló por el tubo. Una queja, un llamado extenso. Levantó, uno por uno, cada uno de los instrumentos, y los hizo sonar en lo que me pareció la más extraordinaria representación de la naturaleza. Por último, tomó una especie de hueso chato o tablita de madera de color claro y se la apoyo contra un cachete con la parte cóncava hacia adentro. Abriendo y cerrando la boca le dio pequeños golpeteos, repetidas veces, con la uña del dedo pulgar. tic tic tic. Graves, agudos.
Me habló, esta vez en inglés, y me invitó a sentarme junto a ella.
Me contó que su nombre era Kaia, que significa el Mar, en Maori, y que vivía no muy lejos de la playa junto a su familia. Su madre, que trabajaba en el taller con ella, se había ido, hacia algunos minutos, a recolectar caracoles y piedras con los cuales confeccionarían los nuevos Taonga pūoro que luego venderían en la feria local durante el fin de semana. Me dijo que ya no quedaban muchos originales y que solo podían verse en ciertos museos, como en el de Nelson, y en los hogares de familias tradicionales.
En un momento, luego de hablar largo y tendido, se puso de pie y dio un brinco hacia adelante, evitando pisar sobre aquellas reliquias. Caminó hacia una de las paredes. Luego me paré yo. Al acercarme me di cuenta que lo que colgaban eran varios tipos de flautas de diferentes materiales. Kaia descolgó una hecha de piedra que tenía grabadas figuras ancestrales. Buscó una tela en una esquina, donde estaban apiladas cajas y cajitas hechas de fibras de árboles y envolvió la pequeña flauta en ella, que luego apoyó sobre mi palma. Asintió con la cabeza.
Cuando me agaché para agradecerle ella se inclinó hacia adelante, haciendo que nuestras narices se encuentren. Me despedí de ella, con un vacío en el pecho. Seguramente no volvería a verla.
Caminé devuelta, ahora por la arena seca. Me mantuve lejos de la orilla escuchando a Kaia orquestar la naturaleza en su sinfonía de vientos. Uno tras otro, pude reconocer cada Taonga pūoro que Kaia me había mostrado. El sonido se apagaba a medida que me alejaba. Al final, el tic tic tic. Graves, agudos.
Palpé mi bolso de tela. Sonreí.