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La facilidad de saber de todo

Omar Gasca

Alguien puede dar la impresión de ser un gran guitarrista porque toca como nadie una transcripción para guitarra de las Invenciones a dos voces de Bach, o el arpegio de Stairway To Heaven de Led Zeppelin o, todavía más sorprendente, Entre dos aguas, de Paco de Lucía; no deja de haber un mérito, aunque sea una y solo una de ellas la que puede tocar, porque con entusiasmo y obsesión la aprendió, ensayándola por años, terco como una cabra, pero eso no lo hace músico, y menos si lo que “domina” es un círculo de acordes para hacer chun-ta-ta y ya.

Omar Gasca Latidos Magazine

 Es muy fácil dar impresiones; por ejemplo, acerca de conocer a fondo un tema. Basta con exhibir o enunciar la posesión de una licenciatura para volverse creíble, por lo menos en el ámbito de las percepciones comunes. La confusión radica en el sistema de creencias: se asume sin más trámite ni evidencia que ostentar una licenciatura equivale a saber de algo, cuando en realidad significa tener permiso, es decir, como quien tiene una licencia de conducir, lo que no necesariamente significa que conduzca bien; o una de construcción, lo que no asegura el hecho de que la casa o lo que edifique tenga calidad, funcionalidad y, sobre todo, garantías de orden técnico. Hay excepciones, por supuesto, pero la prueba de que una cosa no es la otra está por todas partes, aun con credenciales de maestría y doctorado.

El caso es que hoy, bajo la potestad del facilismo, cualquiera es guitarrista, aunque su relación con el instrumento sea apócrifa; un poco igual que quien es un pésimo profesionista, por más que esté acreditado por la academia.

Entre otros, el colmo es cuando el economista, quien con su desempeño ilustra que durante la carrera leyó sólo fragmentos de unos cuantos libros en fotocopias, exige reconocimiento como periodista, internacionalista, experto en políticas públicas y educativas, antropología social, pandemias, derecho constitucional, laboral y penal, deportes y lo que se encuentre en el camino, todo ello acompañado en el quehacer de un forzado tono semicómico, plagado de los gestos showgirl-showman que imponen la cultura del rating y la del espectáculo, especialmente en la TV que casi nadie ve (para que rime).

            Además de un par de síndromes y complejos involucrados, tal género de casos, cada día más habitual, se debe al facilismo, acentuado en la escuela, que simplifica –en lugar de complejizar para abonar a comprensiones más cabales–, facilitando para que “todas y todos entiendan”, lo que en efecto implica un cierto desprecio a la inteligencia y, de paso, lo que produce que cada vez se sepa menos de cada vez menos, con el resultado paradójico de producir todólogos, expertólogos, conocetólogos que, convertidos en miembros del mismo club, se aplauden y elogian recíprocamente, desde esa patología a la que se refiere el pedagogo Bronson Alcott cuando dice que “la enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia”.

            Hay otras fuentes del facilismo, claro: la humanidad ha buscado hacerse la vida más cómoda, menos difícil, sobre todo en lo que se refiere a los esfuerzos físicos, materiales, siempre; es producto de la necesidad y de la inteligencia y, si bien en ese sentido hay importantes logros en la Edad Antigua, la Edad Media y el Renacimiento, la (primera) Revolución Industrial fue la encargada de acelerar el proceso desde la segunda mitad del siglo XVIII, lo que en los 50 del siglo pasado, con el surgimiento de esa nueva religión que es el consumo, adquirió todavía mayor velocidad. Aparecieron la lavadora, la licuadora, la aspiradora, el taladro eléctrico, la rasuradora y toda clase de dispositivos que facilitaban las labores y reducían los tiempos de las mismas. ¿El tiempo?, un valor supremo.

            El problema es que del terreno práctico se dio pasó a la cancha de lo teórico donde, además de ahorrar tiempo, debía ponerse el conocimiento al alcance del menor esfuerzo; lo que antes se aprendía pasando una década o más como aprendiz y luego como ayudante, hasta llegar a maestro, se redujo a unos cuantos años: 5, 4, 3…, al punto en que la lógica actual parecería decirnos: “mal estudia una cosa y sabrás de ésa y de todas las demás o, al menos, muy pocos se darán cuenta de que en realidad lo que sabes no lo sabes”.

            Pero si a las alegres consecuencias sumamos la soberbia, la falta de autocrítica, la suma de ceguera y sordera conceptuales, el menosprecio a la verdad, al sentido y, por último, a la sociedad, con qué fácil facilidad se vuelven prescindibles personajes como al que nos referimos, ciertamente, día a día con menor audiencia.

Una muestra reciente de su talento analítico y reflexivo es “para saber quién gana, hay que contar los votos” (con relación a elecciones Biden-Trump). Una afirmación que, si calificáramos de superflua, innecesaria y simplista, nos haría merecedores del trofeo a la doble perogrullada; pero, hay algo “mejor”, que en la estructura es recurrente: “se tiene que mejorar la economía para que mejore el ingreso de las familias y así mejore su calidad de vida”. Más allá (¿o acá?) de la groserísima obviedad y la escasez de contenido, la pobreza de vocabulario y la torpe y viciosa repetición de la palabra, son coleccionables. El eslogan, sí, es buenísimo: “Mejor mejora mejoral”.

Lo que no es fácil: saber si la excepción es la regla o viceversa.

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