Habían sido semanas de intensa sofocación. Nada sucedía, pero, a la vez, sucedía todo. Nuestro mundo, el de los seres humanos, se había ahogado en una guerra que a simple vista parecía ser invisible; solo se escuchaba que enfermaba gente, contagiaba a otros y, luego, desaparecía de circulación por quién supiera cuánto tiempo.
Se había bajado una orden desde arriba; la de quedarse en casa. Pero los que habíamos acatado la regla sufríamos de tremenda ansiedad; la soledad volviéndose cada vez más insostenible.
Una sola cosa positiva surgía de todo esto, y es que esta guerra había tomado a la naturaleza bajo su ala; un velo de paz y armonía la había cubierto; en las calles, parques y lagos finalmente reinaba el silencio.
Los noticieros, sin embargo, seguían prendiéndose fuego; todas malas noticias. Y mi mente… bueno, mi mente estaba a punto de encenderse también.
Tenía el pecho apretado a toda hora y cargaba con una extraña sensación… como si acaso la plenitud y el vacío pudieran convivir en un mismo cuerpo.
Fue una mañana de esas que me desperté de un salto, atormentada por la vehemencia que sostenían mis pulmones de no querer reaccionar. Tiesos, se habían encaprichado en bloquearle el paso al aire.
Me tomé el pecho para sentarme en la cama (me estaba ahogando) y entonces miré al cielo a través de la ventana. Pensé que eso terminaría con mi inhalar mediocre y dejaría el paso libre para los de gran autoridad. El cielo celeste y el aire fresco era todo lo que necesitaba.
Pero no, no hubo caso, pues afuera estaba todo encapotado. Esa imagen gris no logró inspirarme lo suficiente como para ganarle a mis pulmones. Entonces, buscando en mis recuerdos otras herramientas, logré visualizar uno de los tantos encuentros de mindfulness a los que había asistido el año anterior. Ale nos hablaba suave y respiraba profundo; nos guiaba en el proceso de plena atención. Inhalar y exhalar. Observar la respiración, me dije hacia adentro. Unos segundos y sentí como cada pequeña célula recibía su alimento.
Y pude levantarme de la cama. Caminé en círculos y obligué al aire a seguir entrando y saliendo, tratando de mantener la calma y la cordura. Llevé mi cuerpo hacia la ventana. Miré hacia abajo esta vez: un patio de baldosas, mudas, no decían nada. Y como si todo mi esfuerzo anterior no hubiese servido de nada, mi pecho se contrajo nuevamente, haciéndome cerrar los ojos.
La situación no me podía ganar. Y me dije en voz alta: “Inhalo uno… dos… tres… cuatro… exhalo uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… y ocho… profundo, largo, inhalo uno… dos… tres… cuatro…” y así unas cuantas veces.
Aunque aún no había logrado salir agité, mis ojos quisieron volver a ver la luz del día.
Y entonces, algo maravilloso sucedió. Donde había estado acechándome el patio, ahora yacía un pequeño sector de pasto y más; de este surgía un diminuto brote de un color verde magnífico.
Los instantes pasaban y el brote se erguía hacia arriba. En segundos, se volvió tallo y hojas, y estos, un hermoso y firme roble. Sus ramas se extendieron en todas direcciones. Se estiraron desde su centro hacia las diferentes ventanas del edificio; como brazos; buscaban algo.
El árbol dejó de crecer cuando su rama más alta llegó a mi ventana, de la cual me asomé para tocar una de sus hojas. La rama se precipitó hacia el interior de mi departamento y una vez adentro, desde la hoja que había tocado y hacia atrás, esta se fue prendiendo, como si sus haces vasculares contuvieran una suerte de líquido luminoso y ahora lo estuviesen conduciendo hacia el resto de su organismo. Seguí el trayecto con la mirada; las ramas de mis vecinos sintonizaban con la mía. Y cuando el árbol se encendió por completo, de pronto, se formó aura luminiscente a su alrededor que llegó a cada uno de nosotros… mi cuerpo se aflojó, mis pulmones cedieron. Era aire puro.
Comprendí que lo único que me quedaba por hacer era seguir respirando; todavía un poco más. Y me senté en la rama para hacerlo. Desde allí, volviéndome a conectar con el presente observé; mis vecinos también estaban en sus ramas respirando. Tuve la necesidad de regalarle una sonrisa a cada uno; quería que supieran que los abrazaba, desde lejos.
No estábamos solos; después de todo, había un mundo entero en la misma situación.
El árbol nos acompañó varias semanas; unas cuatro desde que nació. En el de mientras, nosotros, los vecinos, nos seguimos acompañando en silencio; a la distancia.
Pero nuestro árbol tuvo que irse, a cumplir su rol en otro lugar y yo no pude evitar el sentimiento de tristeza; de abandono, que me invadió. Pero lo pude entender, pues era señal de que nuestro mundo, alguna vez enfermo, finalmente había sanado.
Levantado el aislamiento, el patio fue reemplazado por pasto y de este, mágicamente, un brote creció; se convirtió en árbol.