Caminaba muy dichosa una tarde de invierno a la hora de la puesta del sol. Estaba en busca de algún sitio que, con su fachada, me invitase a pasar. Tomaría una copa de vino en mi propia compañía, saborearía un escueto tapeo y luego, con mente y cuerpo en estado zen, emprendería la vuelta a casa, a retozar junto al hogar.
Tomé la Arístides Villanueva hacia arriba. No hice ni una cuadra que, ante mis ojos, tomó forma un galpón burdo; dimensiones exuberantes y carteles radioactivos. Pispié, inclinándome tímida hacia adelante y adentro. Como esperaba, sobrepoblado. Me autocensuré la entrada, dando pasos firmes y pesados hacia atrás y me fui en la dirección por la que venía; no, no cargaba humores de bullicio.
Pero antes que pudiera retomar el trayecto por la Arístides para continuar con la exploración crepuscular, sentí que me arrebataban la mirada; como si fuese yo un metal y un imán de gran tamaño se hubiese interpuesto en mi camino. Me encontré parada frente a una pequeña y discreta puerta que se escabullía entre un sinnúmero de establecimientos tanto más sugerentes. Intercambiamos miradas (no que tuviera ojos la puerta, pero así lo sentí) y una voz etérea me susurró algo ininteligible al oído. Extrañada, me acerqué a la puerta, y me incité a abrirla sin caso alguno; la voz seguía en aumento. Miré hacia ambos lados, no vi a nadie de la cual esta pudiera provenir; y la voz cada vez más limpia, el mensaje cada vez más claro… Al final, “patentibus”, logré escuchar; grave, rasposo;mensaje dilucidado.
“¡PATENTIBUS!” grité sin pensarlo, y tuve que llevarme las manos a la boca para callarme.
La puerta se abrió, dejando al descubierto un pasillo largo que parecía tomar un giro a la distancia y, cuando puse ambos pies dentro, se cerró de un golpe. Salté del susto y agradecí que no hubiese techo sosteniéndome la cabeza. Miré hacia arriba. Los edificios a ambos lados parecían elevarse hacia el espacio exterior; no tenían ventanas ni puertas visibles; solo paredes lisas, claustrofóbicas. Corrí por el pasillo un buen tramo y apareció el primer giro hacia la derecha; lo tomé. Los edificios al cielo enseguida desaparecieron, y le cedieron el lugar a suaves colinas grises que parecían ser hechas de puro polvo y nada más. Y a medida que avanzaba, estas se iban convirtiendo en una mezcla de pozos y elevaciones; eran cráteres de variados tonos, grises, negros, blancos. Todo parecía ser hecho de tiza. Una tiza compacta, sin vuelo.
Y con la quietud eterna a ambos lados, tomé otro giro. Y me frené de golpe. El precipicio más asfixiante se dilataba en un radio de inagotables alrededores. Mire hacia mis pies, flotaban sobre la ausencia de luz hecha manto. Y mi garganta no tuvo más remedio que aceptar el reto que mis ojos le habían impuesto con un nudo atravesado en ella. Por algunos segundos, mi corazón palpitante defendió su posición. Luego, como si hubiese perdido el agarre, lo sentí descender a mi estómago, quien lo recibió sin gracia; solo quería expulsarlo.
Y otra vez, miré hacia algún frente; una bola de absurda magnitud se erguía ante mí, radiante. Azules y celestes parecían adueñarse de su figura; también lunares en varios verdes y marrones. Humos blancos danzaban por sobre el resto haciendo aparecer y desaparecer colores.
Me invadió la nostalgia; esa que se siente cuando la imagen del lugar que se adueña de los pensamientos remite solo al propio hogar.
Pensé en estirarme, extender mis brazos hasta llegar allí; volver a pisarla; a la bola de colores. ¿Volver?
Y en un segundo, todavía volando en el negro sin poder moverme, vi aparecer en ella rojos flameantes; se achicaban los blancos, se agrandaban los azules, los verdes, amarronados.
Señal de peligro. Y deseé mi retirada con mi cuerpo y mente enteros; lo deseé con el alma. Pero por más que intentaba con el ansia de quien vuelve a casa luego de un largo viaje, cada paso que daba se cancelaba con el siguiente.
¿Cómo saldría de la nulidad misma? Y entonces, mis pensamientos se escaparon; la copa de vino, las tapas, mi hogar…
La intuición me sugirió pedirlo, como había sido con la puerta. “Quiero volver” dije. Y retiré mi vista de la bola en extinción buscando atrás, como si de alguna manera supiera que el pasillo y la puerta se encontraban en algún lugar del inconsistente infinito.
Cerré los ojos y estiré mis piernas, tensionándolas con pies en punta…¡Eureka! suelo firme. Después de tanto vértigo, el concreto de la calle era una caricia. Abrí los ojos nuevamente y vi la pequeña y discreta puerta cerrada ante mí.
¿Había sido todo esto real? Solo por probar, susurré una vez más “patentibus”. Esta vez la puerta no se abrió. Tomé el picaporte y lo giré; trabada. Solo un callejón, pensé. Nada más.
Aún con ganas de esa copa de vino, me volví sobre mis pies. La despampanante construcción volvió a desconcertarme y, aunque aún estaba atestada de gente, entré; al menos nada raro podría suceder allí.
Me senté en la barra, pedí un copón de Pinot Noir e inspeccioné el lugar; me quedé mirando una gran pantalla blanca justo detrás del escenario. En forma de zapping, esta se volvió un manto negro, luego uno gris, con textura, luego la luna y, por último… a lo lejos como en un horizonte… la tierra; una bola con sus variados colores. Pero, esta vez sin rojos. Esta vez se mantenía intacta, sana.
Respirando aliviada, pensé… no hay peligro de extinción.
¿O sí?