Al salir de escena, el actor principal dio un portazo y el teatro retumbó. Los espectadores quedamos boquiabiertos del susto. Algunos nos sostuvimos el pecho, otros se tomaron de los apoyabrazos separándose de las butacas. Mantuvimos aquella postura hasta pasado el momento en que apagaron las luces. Se escuchaban las respiraciones agitadas y se olía la impaciencia del público. Después de unos minutos, y de a poco, el ritmo de las inhalaciones y expiraciones fue menguando y el lugar quedó en silencio, a la espera. Aunque había visto la obra mil veces, y la conocía de memoria, esa escena siempre lograba sobresaltarme.
Se escucharon las pisadas de personas yendo y viniendo sobre el escenario. Retiraban la escenografía para armar la puesta con la siguiente.
El peor momento ya había pasado. En menos de un minuto volverían a encender las luces y vería, una calle oscura, algunas lámparas de exterior tenues, personajes mojados, y uno de ellos borracho. Se escucharía lluvia de fondo, los relámpagos y los típicos ruidos de las ruedas de los autos al pasar por una calle inundada.
Pero cuando las luces volvieron a encenderse, nada de eso quedó a la vista. Solo dos sillas de metal blancas enfrentadas una con la otra.
Salió una silueta de detrás de la cortina con la cabeza cubierta. Vestía un buzo tipo canguro y tenía las manos metidas en los bolsillos. Se acercó hasta el borde del escenario. Ahí recién levantó la mirada a la vez descubriendo su nariz, boca y ojos. Esa persona que observaba al público desde un nivel más elevado era yo. Una yo que, a simple vista y caminando por la calle, no hubiese reconocido. La vi buscarme entre el público. Me vio, me miró fijo. Me quedé sin respirar. Me invitó a subir, pero no. Me quedé helada en el lugar, apretando con mis dedos los apoyabrazos de la butaca. Clavé las uñas en el cuero tan fuerte que los terminé agujereando. La persona que tenía al lado me tocó el hombro. Me dijo algo que no logré entender. Vi como sus labios se movían y emitían sonidos. Con su brazo apuntó al escenario. Entonces me levanté y caminé por el corredero del medio del teatro. Sentía las miradas de los espectadores sobre mí.
Al llegar al escenario, mis manos empezaron a transpirar. Subí las escaleras. Mi yo ajeno me recibió. Me tomó de la espalda y me condujo hasta una de las sillas. Me senté. Ella se sentó también. Me miró. Levantó una mano y corrí mi cara porque pensé que me daría un cachetón. No lo hizo. Suave, paso su dedo pulgar por mi frente. Me tomó de los hombros con ambas manos y apoyó su mano derecha sobre mi pecho. Presionó. Escuché un clac… Se abrió algo. Una caja en mi tórax. No sé. Y de él, una luz. Me encegueció.
Mi respiración se ahogaba, los colores me abandonaban y la saliva se retraía en mi boca. Pánico. Pánico en mis huesos. En mis arterias. Pánico en mis ojos.
Peeeeep, mis oídos se tildaron… no dolía.
Entonces, mi bis extendió su mano y la insertó en el portal. Y, cual bolso de Marry Poppins, sacó cosas de la caja en mi tórax. Mis alpargatas favoritas, viejas, todas rotas. Una remera de cuando era niña con agujeros en el cuello y la espalda. Libros de la escuela, de la universidad, de todo. ¿Por qué estaban ahí? Y luego, un celular, el de la manzana, la última generación. El que yo quería. Y un reloj, de pulsera, los que miden los pasos, el pulso. Los que miden todo. Y una voz. Era la mía. Entonces emergió un holograma con mi cara que hablaba sin parar. Recitaba fechas, horarios. Me daba órdenes.
Mi otro yo puso todo en una bolsa del color de los agujeros del espacio y miró hacia adentro. Con la cabeza contó la cantidad de ítems. Luego asintió y la cerró. La dejó a un lado. Me miró a los ojos y sin correr su vista, volvió a insertar su mano una última vez.
Una mochila, 55L. Ni nueva, ni vieja. Abrió uno de los bolsillitos de la parte de adelante y sacó un montón de semillas. Eran de todas formas, tamaños y colores.
Confundida, como si hubiese un espejo en frente, me miré.
– Es ahora –. Me dije.
Cerré la cajita, la guardé y me entregué la mochila. Me levanté de una de las sillas, miré el interior de la bolsa una vez más. Sonreí. Luego me sonreí. A mí misma. A la que quedaba en la silla. Me fui.
Pero también me quedé. Aún en el escenario, con la mochila en mis manos y las semillas adentro, me paré en el lugar. El público aplaudió. Fuerte. Me giré para mirarlos. Estaban de pie, todos y seguían aplaudiendo. Les hice una reverencia y di un paso hacia atrás.
El telón bajó.