Venía cabalgando como si el mundo se fuera a acabar. Había dejado a mi hermano tirado en el suelo, con una herida de bala en el pecho. En el pueblo que acababa de dejar atrás no lo habían podido ayudar así que decidí buscar en otro lado. Hundida por el miedo de perderlo, de no verlo otra vez, me fui sola, algo que nunca antes había hecho.
No sabía hacia donde iba, solo sabía que debía encontrar a alguien lo más pronto posible, si no, se desangraría y, encima, viviría sus últimos momentos sin una cara familiar a quien mirar. Sin quien lo contenga entre sus brazos.
Con las lágrimas volándose de mis ojos, nublándome la vista, seguí cabalgando. Pasé por pueblo abandonados, áridos. Por llanuras desoladas, sin un árbol, sin una fuente de agua. Y en un momento, a lo lejos, ya con la boca y la nariz negras de tierra, me pareció ver la figura de una mujer también montada, pero al trote. Mi corazón comenzó a palpitar, como si fuera a salírseme del pecho. Con el pensamiento de que quizás ella podría ser de ayuda y que mi hermano, mi compañero de vida, podría salvarse.
Me arrimé algunos metros e intenté bajar el ritmo tirando de las riendas. Sauco estaba cansada, así que rechazó la indicación como solía hacerlo.
Ya al paso grité: “Por favor, ¡ayuda!”
Entonces vi como la silueta de aquella mujer tiraba de las riendas de su propia yegua. Al frenar, giro su cabeza hacia donde estaba y su mirada encontró la mía. Recibí mi corazón entre las manos. Esa cara, yo la conocía. La cofia blanca y el uniforme del mismo color. ¿De dónde? La enfermera, como si me estuviese estado esperando, me sonrió. Y no hubo más que hacer. Sin gestos ni sonidos, dimos media vuelta, Sauco y yo, y, comencé a cabalgar de regreso por el mismo camino del que había venido.
Escuche los pasos de su yegua siguiéndome por detrás. Mi hermano se salvaría.
Aligeré el pasó y ella hizo lo mismo hasta que se puso a mi lado, y sentí que me miraba. Pensé en decirle que ya nos habíamos visto alguna vez. Pero me contuve. Sentí que, si pronunciaba alguna palabra, ella desaparecería. Se desvanecería como si su existencia pendiera de un hilo.
Viajamos en silencio, entonces. Por varias horas. Y, cuando estábamos a la mitad del trayecto, ella menguó el paso y condujo a su yegua a la sombra de los únicos dos árboles a la vista. La seguí. Dejamos descansar a las yeguas, les dimos algo de agua, nos refrescamos nosotras y retomamos el andar.
Faltaban pasar solo dos pueblos más. En el tercer pueblo, con la mejor de las suertes, mi hermano aún estaría esperándonos con vida.
Al llegar, nos conduje hasta la roca donde lo había depositado ya hacía algunas horas. Solo vimos un charco de sangre y su camisa, que se la había sacado para poder inspeccionar mejor su herida. La enfermera me miró confundida.
“Acá es dónde le dispararon. ¡No se podía mover! No entiendo”. Era imposible. ¿A dónde se lo habían llevado? “Esperá acá por favor. Por si regresa. Voy a ir a preguntar a la gente del pueblo”.
El aire estaba seco. El calor seguía en aumento y las casas de los pueblerinos estaban cerradas, herméticas. Puertas, persianas, cortinas. No volaba ni una mosca. Yo golpeaba mis manos desesperada. Di vueltas, volví a tocar. Pero nadie salía. Así, pasaron minutos. Entonces, decidí volver al punto de encuentro, a ver si la enfermera tenía noticias.
Ella también había desaparecido.
Y ahora espero sentada sobre la tierra. Con la cabeza apoyada sobre aquella roca donde mi hermano se desangró. De donde luego fue recogido y llevado hacia algún otro sitio. Quién sabe a dónde. Quizás lo quemaron, o lo enterraron. O se lo comieron. Pues los cuerpos no sirven de nada muertos y, este pueblo… Bueno, este pueblo, podría tranquilamente ser uno de esos en donde la gente se come, no se desecha.
Y a mí me duele el cuerpo. Me cuesta respirar. Me corre algo frío por la mano y también por el pecho. Y veo un hilo de sangre que se une con el charco que está debajo de mí, y que aún está fresco.
Mi hermano y la enfermera me miran. Me miran desde arriba. Y no entiendo que es lo que pasó. Él llora. Y ahora yo recuerdo cuándo y dónde la vi a ella por última vez. Fue en el lecho de mi madre, tomando del hombro a mi padre, agarrando de la mano a mi hermano, que lloraba en su cuna.
La enfermera, que pendía de un hilo, se desvanece. Y con ella me desvanezco yo. Con una herida de bala en el pecho.