Hacía años que el timbre no sonaba. Ya no tenía visitas, ni llamados telefónicos. Nadie mandaba correspondencia tampoco. Bueno, era eso, o que ya ni el cartero quería pasar. Las viejas, que antes solían asomarse sigilosas para robarme las azaleas y jazmines de la puerta de entrada, comenzaron a pasar con sus pechos en alto, el cuello estirado y murmurando por lo bajo.
Era como si alguien nos hubiera encantado; a mí y a la casa. Como si… como si hubieran puesto uno de esos conjuros que duran toda la vida. De esos que solo pueden ser deshechos con grandes actos heroicos y que solo suceden en los cuentos fantásticos.
¡Pero hubo un día… Ah! hubo un día…
Recuerdo. El timbre sonó una primera vez. Yo estaba muy dormida para entender algo de lo que estaba pasando, así que seguí durmiendo. Después, sonó una segunda vez. A la tercera vez, ya con la mente más activa, finalmente reaccioné. Salté de la cama, me puse la bata y, así como estaba, en pijama, descalza y toda despeinada, bajé corriendo por las escaleras. Casi pierdo un par de dientes al tropezarme con la punta de la alfombra que estaba justo a sus pies.
Pero recuperé el equilibrio. Crucé el comedor y seguí hacia el pasillo que daba a la entrada de casa. Unos metros antes de la puerta, me frené. Ahí donde, me acuerdo, estaba ubicado el teléfono y un espejo cuadrado con bordes de mosaicos de colores colgado de la pared. Me miré en él, solo unos segundos. Venía muy desalineada. Me acomodé el pelo detrás de las orejas como pude, y sin poder hacer más que eso, sosteniendo la respiración para no gritar de antemano, abrí la puerta.
Del otro lado, nadie.
“Que extraño,” pensé. Y qué decepción, por dios. ¡Me había armado tan hermosa historia en la cabeza!
Mis amigos con bandejas repletas de comida casera y bonitos vinos. Sutiles, de la costa argentina. También llegaban mamá y papá. Ellos traían el postre. Vigilante, claro. Dulce de batata y queso mantecoso. Mis hermanas venían detrás, con un par de cervezas bien frías bajo el brazo para más tarde. Doble IPA y Scottish, y unos snacks de acompañamiento. Y mi abuela, sí. Sentada en el asiento trasero del auto con su tejido en la falda. Qué felicidad verla también. La imagen estaba completa.
Pero, en fin, no. Del otro lado, no había nada de eso. En el piso, sin embargo, un sobre color hueso apoyado sobre la alfombrita de entrada. “¿Quién escribe cartas hoy en día?” pensé.
Me agaché a tomarlo. Me temblaban las manos, por alguna razón. Agarré el sobre y, manteniéndome en cuclillas, lo inspeccioné, del derecho y del revés. Estaba escrito mi nombre en tinta negra, sobre la cara lisa. Y solo eso. Ni remitente, ni lugar de origen. Una carta para: mí, de: nadie.
Me levanté, aún con la respiración agitada y, con las piernas entumecidas, caminé hacia adentro de la casa. Le di un empujón a la puerta con la cola y me dirigí a la cocina. Ahí me esperaba el café de todas las mañanas, recién hecho, humeante. Me confortó su aroma, su compañía, siempre fiel.
Con el sobre en la mano y la vista fija en él, fui hasta la mesada. Lo apoyé y tomé mi taza amarilla del armario. Me serví a ciegas. La taza rebalsó y me quemé la mano. Del dolor, le di un manotazo y la taza cayó sobre el sobre, rompiéndose el asa y manchando el papel. Trate de salvarlo. Lo sacudí en la bacha para sacarle lo grueso del líquido y luego lo dejé colgando del escurridor, para que siguiera chorreando mientras iba a buscar el secador de pelo al baño. Con el secador en mano, ya de nuevo en la cocina, lo encendí y apunté al sobre para que el aire caliente le diera de lleno. Lo agité hasta que estuvo seco. Me senté a la mesa con el sobre entre las manos y crucé los dedos, esperando que la carta siguiera intacta. Respiré profundo. Despegué la solapa con cuidado y pispié.
Adentro; nada.
Esto ya no me estaba gustando. “A alguien se le ha dado por las bromas de mal gusto” pensé.
Dejé todo sobre la mesa, compungida, y me fui a servir otra taza de café, pero en ese momento sonó el teléfono. Y me quedé helada.
Luego de unos segundos, con el siguiente “Ring”, salí corriendo hacia él. Lo miré sin levantar el tubo. Era uno de esos teléfonos viejos, color verde musgo. De los que vas poniendo el dedo en los agujeritos y girando hacia la derecha hasta que hace tope.
Sonó una vez más. Atendí. Pero el teléfono siguió sonando, y del otro lado; nadie. Mi corazón se frenó. Las manos me comenzaron a traspirar. Y me miré al espejo de nuevo, con el teléfono todavía apoyado en la oreja. Vi cómo me caían las gotas por la frente y el cuello. Quise cortar, para que dejara de sonar de una vez por todas. Pero no pude. Necesitaba una voz. Saber que no era una broma. Saber que había alguien real del otro lado y que la gente no me había olvidado.
Me dormí sentada en el piso, cerca del teléfono por si acaso volvían a llamar. Y cuando desperté nuevamente, lo hice en mi cama. Al principio me asusté, ¿Cómo había llegado hasta ahí? Luego entendí que había todo sido una pesadilla.
Bajé a la cocina como todas las mañanas. Me pesaba el pecho. Pero el café estaba fresco, recién hecho. Me confortó. Abrí el armario para sacar una taza.
Y ahí, frente a mis narices, la taza amarilla con el asa rota y un sobre adentro manchado con café.