Y un buen día llegamos a Yangón, la ciudad más grande de Myanmar. Arribamos unos día antes del Festival Thadingyut, el segundo festival más importante del país, también conocido como el festival de las luces. Este festival tiene lugar en el día de la luna llena del mes del calendario lunar de Birmania. Es una celebración del descenso de Buddha del cielo después de recitar el Abhidhamma a su madre, Maya, quien renació en el cielo.
Sabíamos de la importancia de este evento, de hecho era una de las motivaciones para visitar el país en esta época. Lo que no sabíamos era la intensidad con la que se lo vivía y el particular detalle de que es calendario de fiestas y asuetos por lo que todos lo lugareños utilizan este momento para viajar y celebrar de diversas formas en lugares variados. La aglomeración se hace visible en cada rincón, había movimiento y caos pero a la vez una vital y abundante energía circulaba por las calles previo a la festividad.
Llegamos con la intención de recorrer la ciudad sólo por unos días, y nos encontramos con el panorama de no poder trasladarnos por la falta de transporte público, que saturado por la demanda hizo imposible el poder encontrar un medio de transporte para salir de la ciudad.
Luego de idas y vueltas decidimos finalmente quedarnos varios días más hasta que pasara el festival y luego continuar nuestro periplo.
Estábamos atrapados en Yangón.
Al pasar el tiempo nos fuimos dando cuenta de que estábamos conociendo mejor el lugar ya que ni pensábamos cómo ubicarnos y caminábamos como locales entre medio de callejones, avenidas y pagodas.
De esta manera comenzó el lento descubrimiento de Yangón.
Ciudad llena de vida, con innumerables templos y pagodas, es una de las aglomeraciones más diversas del país. A pesar de la predominancia budista a lo largo del territorio, aquí es posible identificar un barrio musulmán con mezquitas, una sinagoga e iglesias católicas.
Además es interesante ver la disposición de la ciudad que contrariamente con el resto del país se erige como una urbe en desarrollo con centros comerciales, cadenas de comida, vestimenta, restaurantes y bares. A pesar de esto todavía es posible ver cómo los edificios dejan entrever vestigios de la época colonial inglesa, coloridos edificios algo despintados se aprecian entre medio de los atareados cables que cuelgan de las paredes y postes.
El movimiento forma parte esencial de la vida de Yangón, ya sea para trasladarse a la isla de Dala en ferry o para moverse entre sus barrios en transporte público; en tren, automóvil o caminando, la gente está en movimiento, las calles tienen vida.
Una vez que se penetra un poco más en la ciudad es posible apreciar pequeños detalles escondidos en el día a día de la escena Birmana. Tuve la oportunidad de caminar por diversos rincones, callejuelas, ver escuelas en plena actividad, cruzar a la Aldea de Dala en ferri con los locales, recorrer las tierras aledañas a la ciudad en el tren circular, comer en mercados, meditar en templos y pagodas.
El estar “preso” en un solo lugar me hizo reflexionar sobre la situación que estábamos viviendo, el escenario era ese, solo nos quedaba aceptar y afrontar la realidad que nos tocaba vivir. Teníamos que esperar hasta que pasara el Festival para poder seguir el periplo.
No puedo dejar de pensar en la similitud con el curso de los eventos que nos toca vivir hoy a nivel global. El encierro, el tener que quedarse en un solo lugar.
El no poder trasladarse, recorrer, moverse, es un impedimento que no debería abstraernos de conocer con detalle lo que está siendo. Es necesario que en nuestro caso actual nos observemos a nosotros mismos, al interior de ese abismo de no saber qué nos depara el mañana, pero la virtud se esconde en el detalle de sabernos vivos y consientes en el momento presente.
Tal cual experimenté en ese momento en Birmania, la experiencia debía pasar por otro lado, apreciar lo que era desde la contemplación y el agradecimiento del momento que estaba siendo y no volvería a ser. Y así fue.
Gracias a esta suerte de ejercicio conciencie me vi inmerso en estados contemplativos de profunda conexión con los lugares y la gente.
Todavía recuerdo las cientos de velas prenderse al atardecer en el medio de la Pagoda Shwedagon (la más grande del país), al mismo tiempo que los rosas del atardecer se entremezclaban con los dorados irradiados por la gigantesca stupa.
Siempre vuelvo a lo mismo y hablo de esos instantes que son los que quedan de los viajes, esos detalles que permanecen por alguna razón. Quizás se quedan ahí por entendimiento y ponderación de la razón o quizás por una consciencia presente que se ilumina por un segundo y nos permite acceder a la experiencia de una manera más entera, más real.
La paz, la quietud de esos atisbos son necesarios hacerlos presentes en nuestra vida. Esta no es más que una forma de recordarme estos instantes a mí mismo para aprender a acceder a la realidad de una manera más substancial y que el presente se haga eterno en ese entendimiento.
Quiero demostrarme la capacidad para observar lo desconocido, ya sea viajando en un tren por medio de Birmania o encerrado en el medio de una pandemia mundial. El verdadero viaje siempre será otro, el interno y para todos lo mismo.
Pienso que aquella que nos quedamos atascados en Yangón no estuvo tan mal, al fin de cuentas allí nació la comprensión de que el único viaje que no se acaba nunca es el de mirarse para adentro, en la quietud del ahora.
Hoy me lo recuerdo.