Pacha despierta; el ruido de los truenos resuena contra las paredes; tiembla su cuerpo, tiembla su alrededor.
Con la mirada busca a su madre, pero no parece estar por ningún lado. El tronar aumenta y Pacha, en un solo movimiento, forma un pequeño bollo con su figura y se tapa las orejas, queriendo dejar todo ajetreo por fuera de su mundo interior. En seguida, otro resplandor. Y una nueva consecuencia auditiva. Pacha gimotea; sus lágrimas acompañan el llanto del cielo.
Pero, al fin, llega alguien a su salvación; una mano que ha sentido antes. Es el tacto de su madre que la invita a sentarse, y la envuelve en un abrazo contenedor. Ya le canta algo al oído; tiene una voz suave, entonada; una caricia.
La calma comienza a conducirse a través de la vivienda y el cuerpo de Pacha. Su madre entonces se para y la toma de una mano. Pacha, acto seguido, se pone de pie y seca con su mano la lágrima que aún corre por una de sus mejillas.
Con delicadeza y sin prisa, su madre la conduce hacia la puerta. Pacha mira afuera; el mundo se le cae encima; parece no haber respiro; parece no haber aire; solo agua y más agua. Pacha retrocede unos cuantos pasos; su madre suelta su mano y avanza ella sola hasta el límite que separa el interior del exterior. Extiende una mano. El agua cae sobre su piel y la recorre; sigue un trayecto en el aire hacia al suelo para luego inmiscuirse en la tierra. Los ojos de su madre se afinan, casi se cierran; su boca emite una mueca de complacencia.
Pacha se anima y camina hacia su madre; un paso a la vez. Extiende su propia mano y recibe en ella lo que ofrece el cielo hoy. Es fresca, mojada, limpia. Pacha le sonríe a su madre y presiona sus labios cuando se encuentra con su mirada.
Parece ser que las entonaciones lumínicas ya han cesado; ahora solo se escucha una suave cortina pluvial.
La madre de Pacha recoge su mano de afuera y se vuelve hacia atrás para volver a su espacio de sueño; Pacha aún mira hacia afuera. Bajo el encantamiento del elixir vital todo -las plantas, las rocas, el pasto- parece brillar en un sentir dual, en equilibrio. Como si, en su encuentro con las superficies, pudiese iluminar el abismo; esas zonas que suelen evocar miedo y peligro.
Pacha se da vuelta para volver a la seguridad de su madre. Ve que se ha dormido y su estar es sereno e imperturbable. Entonces se permite anhelar una travesura; visitar al río. Pacha sabe que no sería muy prudente ir sola, pero también sabe que no se encuentra muy lejos de su aldea y, tal como su madre se lo ha enseñado, el agua no parecería ser peligrosa.
Pacha vuelve a mirar a su madre, quien ahora parece navegar sueños profundos. Acude a su espacio de sueño y toma la manta que lo cubre -combina con la noche y las estrellas, combina con el agua y el universo. Tapa su cabeza y hombros y sale en aventura. Algunas gotas aún caen desde lo alto.
Ya en viaje Pacha aligera su usual andar y se inmersa en el paisaje. Los pastizales crecen con cada paso y las rocas comienzan a interponerse por los senderos más amplios para darles espacio a los diminutos pasadizos. La corriente llega a sus oídos; ruge como si una fiera hubiese conquistado el terreno circundante.
Ya a pocos metros, Pacha divisa al río encolerizado. Latigazos revueltos azotan piedras, ramas y todo aquello que se le interpone. El agua ha perdido su transparencia; la tierra del fondo la ha teñido de marrón.
El miedo regresa -ese que Pacha experimentó al despertar-; le vuelve a tomar el pecho. Son manos frías las que ahora rasguñan su torso desde el interior, haciéndole perder la sincronía con su respirar; se atropella en cada nueva bocanada de aire. Pero en seguida recuerda a su madre, a la calidez de su tacto; recuerda su canto. Nada me pasará. El agua no hace daño, se dice a sí misma.
Pacha se acerca aún más a la orilla. Desea tocar al río, como lo hizo con la lluvia; como le ha mostrado su madre.
Una gran plataforma natural se adentra en la corriente; Pacha se pone en cuclillas y adelanta un pie sobre ella. Pero, olvidando que el musgo que crece en las rocas en compañía del agua se vuelve resbaladizo, pierde el equilibrio y, dando manotazos, cae al agua helada. La corriente y fuerza del río son tales que Pacha sale propulsada hacia adelante con rapidez. Transita por el mismísimo centro del río; no hay de donde agarrarse. Agita sus manos en el aire, desesperada, y, en un grito ahogado, pide ayuda como puede; el volumen no es suficiente. No será escuchada; no hay nadie cerca.
La corriente la sigue arrastrando, su cuerpo se hunde y vuelve a aparecer en la superficie. Las rocas filosas comienzan a aparecer y se sucede una detrás de la otra.
Se escucha un caballo al galope. Luego… una voz; suave, entonada, conocida. Canta algo, pero Pacha no logra entender que; el ruido del agua y la exasperación por salir de ella la tapan.
En seguida, una pequeña zona abierta; el agua parece tranquilizarse. Pacha logra mirar hacia afuera mientras busca nadar hasta la orilla; es su madre -el sol en su espalda ya elevándose-. Pero para no Pacha no llega; ya la corriente la quiere tomar otra vez. Antes, escucha la canción que le canta su madre:
“Eres el rio, ámalo.
Eres el camino, ándalo.
Eres la corriente, suéltate.
Eres el desafío, pruébate.”
El vórtice que la contiene la arrastra; quiere tragarla hacia la profundidad.
Su madre entonces frena su caballo con un tirón en las riendas. Su pelo largo y morocho vuela al viento como su voz.
– ¡Escúchate hija! Tú eres el agua; tú eres el río. Déjate llevar.
Pacha cierra los ojos y tomando coraje logra descomprimir su cuerpo. En su mente, la imagen del elegante navegar de un tronco que se hace camino entre las rocas.
Pacha pone sus piernas hacia adelante y lo imita; ahora mira al cielo que comienza a abrirse. La lluvia aun desciende en pizcas; un arco de colores se extiende. Pacha, suelta, evita las más filosas rocas dándole pequeños empujones con las piernas.
Y para su descanso, al fin llega otra zona abierta; esta vez más amplia. Se hace paso hasta la orilla con brazos y piernas. Su madre ha descendido del caballo y la espera con la manta de colores universales para envolverla.
Pacha mira a su madre temblando, aun asustada. Su madre le sonríe; la felicita. Pacha afloja su rostro y devuelve la sonrisa.
Ser con el río -con su rápidos y obstáculos. Solo así lograremos dar con aquellas zonas de serenidad y quietud. Luego, quizás hasta den ganas de tomar otro río.