PIEL DE COLOR

Maria Lucia Thomas

Todas las mañanas me despierto a eso de las siete. Me levanto, preparo mate y me lo llevo a la mesa del comedor, donde me espera mi computadora. Me siento, la enciendo, abro el procesador de texto y comienzo a trabajar; cuentos, relatos, artículos; lo que dicte el día.

Pero fue uno, entre tantos otros rutinarios, que me senté a escribir y me encontré con la mente en blanco -no pasaba muy seguido. Le di un gran sorbo a mi calabaza e intenté afinar la concentración; sin caso. Entonces miré hacia afuera; hacia el jardín. Tres reposeras habían quedado sobre el pasto desde la noche anterior; lo que me llamó la atención, pues nunca se me pasaba por alto entrarlas, y me quede mirándolas.

Un segundo: PUFF, PUFF, PUFF. Tres personas emergieron desde arte de la magia y se ubicaron en ellas. Se me escapó un grito y tuve que ajustar el foco… una rareza, una de aquellas lucía su piel de color; anaranjada.  

¿Quiénes son? ¿Qué hacen en mi jardín? ¿Y por qué la piel? ¿Mucha zanahoria?

En ese momento, me di cuenta que podría todo estar solo en mi cabeza. Que estas “personas” no eran reales… Me inventaría una historia. Y pensé un rato; que se extendió en el tiempo y me incomodó, pues el palito del procesador de texto seguía titilando –emitiendo palabra alguna- y esa cosa naranja seguía ahí sentada y no parecía querer movilizarse.

Podría ir a preguntarles que hacían en mi jardín, pensé, ¿o no? ¿No sería muy vulgar?

Hola, si, ¿qué tal? ¿Se puede saber que hacen aquí? ¡Ah! ¿y por qué llevas la piel de ese color?” No, no. Muy vulgar, muy fuera de lugar…

Pero, ¡qué va!” me dije finalmente en voz alta. “¡Sin tanta vuelta! Anda ya”.

Me levanté de la silla, me tomé otro mate “envalentonador” y me fui por la puerta de atrás hacia el parque. Si estas personas eran producto de mi genio, pues entonces muy bien podría fantasear un encuentro. Nada malo podría pasar… yo tenía el control.

Caminé a paso firme; de lejos veía a la piel naranja que se sonreía, conversaba, miraba al cielo… abrazaba mis árboles. Cucuuu, pensé que estaba loco. Y los otros dos; serios, mudos, cejas fruncidas, labios arrugados. ¿Qué estaba pasando? Me dieron un poco de ner-. Bueno, me hacía pis del miedo, sí. Tres extraños seres usurpando mi jardín. Cómo para no. ¿Por qué había estado tan tranquila hasta ahora? ¿Qué si no era mi imaginación?

Y por fin llegué. Me paré al lado de la piel y le toqué el hombro -traía puesta una camisola celeste (hermoso contraste)- y me miró. Me sonrío como si me reconociera -sus dientes también celestes. Luego se paró -sin hablar-, fue en busca de una cuarta reposera, y con un gesto me invitó a sentarme. Pero estaba helada, muda, y no me senté.

Habló la piel. “Venga amiga, ¿puedo pedirle un favor?” tenía una voz suave, delicada.

Asentí con la cabeza, como si mi cerebro estuviese dormido, y tomé asiento.

“Puedes verlos, ¿verdad?” me preguntó señalando a las dos caras largas.

Volví a asentir.

“Bueno, verás. Están enojadas conmigo; somos amigos, pero dicen que siempre resalto. Intento decirles de mil formas que todos pueden hacerlo, pero no me creen. Necesito que lo vean…”

Cada vez más perdida… ¿Qué iba a hacer yo?

“¿Podrás ayudarme, entonces?” me volvió a decir la piel.

Lo pensé. Si efectivamente todo esto eran invenciones mías, no podía ponerle restricciones. Dije que sí; de palabra.

“Te lo agradezco.” La piel produjo un Namaste con las manos. “Ahora mira,” se inclinó hacia adelante, extendió los brazos, y con las manos ahora tocó un brazo de cada una de las caras largas. “Nada pasa, ¿verdad? Todo igual.”

“¿Qué significa eso?” continuo, “pues que se trabó algo en algún momento de su vida. Suele suceder alrededor de los diecisiete, dieciocho años de edad… Mi amiga, ¿me permites poner mi mano sobre tu brazo ahora?”

Mi corazón dio un salto. No me iría a contagiar de nada extraño, ¿verdad…? Sin restricciones, me dije hacia adentro, y asentí.  

Y en cuánto las pieles se alearon… ¡SPLASH! Con la mandíbula caída, me inspección los brazos, las piernas; me inspeccioné entera. ¡Estaba Fucsia! ¡Mi piel era fucsia!

La de color naranja ya aplaudía de pie. “Nada de sustos, chica, que ¡ESTO es estar vivo!”

Miré a mi alrededor, atónita; las caras largas también tenían sus mandíbulas por el suelo.

“Mis compañeros,” la naranja volvió a tomar asiento, “les explicaré… verán, los artistas -bailarines, cantantes, músicos, actores y actrices, escritores y escritoras, cineastas, y todo ser de raíces creativas- llevan colores adentro.” Se trajo una mano al pecho. “Con un simple empujoncito, estos fácilmente emergen a la superficie.”

“Pero, lo que me interesa que entiendan es que no solo ellos los tienen. O, mejor dicho, sí. Porque todos somos un poco artistas, aunque no lo ejercitemos con regularidad.  Sí, quizás el esfuerzo para traer los colores a flote sea mayor. Pero, créanme que lo vale. ¡La vida se vuelve tan guapa…! Volvamos a intentarlo.”

Se cruzaron miradas, esta vez las caras comunicaban otra cosa; ilusión.

“¡Aflojen los brazos!” la piel naranja se paró y me hizo un gesto para que lo haga también. “Dejen que mi piel se fusione con la suya.”

Y entonces se agachó, extendió sus brazos y… ¡SPLASH! ¡SPLASH! ¡Azul! ¡Verde!

Ilusión convertida en realidad; aplaudimos las cuatro pieles. Luego, la naranja nos miró y nos agradeció agachando su cabeza una, dos, tres veces.

PUFF, naranja. PUFF, azul. PUFF, verde. Las pieles se desvanecieron hacia arte de la magia; las tres reposeras vacías.

En mi silla del comedor -mate al lado, computadora en frente- me dispuse a escribirlo todo.

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