Partiendo de la premisa La Historia Negra no comienza con la esclavitud, Latidos NZ comparte una crónica de viajeros argentinos. Escritora y fotógrafo, Cristina y Sergio recorrieron Etiopía, el país del continente Africano que no fue completamente colonizado. Un viaje donde convivieron con los habitantes para entender sus costumbres y diversidad.
Texto: ©Cristina Mabel González / Fotografías: ©Sergio Dovio
¿Por qué ir a Etiopía? Es la pregunta más frecuente. ¿Por qué visitar un país que tiene su origen en la dinastía salomónica? A veces la respuesta no es simple, lleva a relatar deseos antiguos y ansias incumplidas. Los caminos que nos hace recorrer la vida están señalados por designios azarosos. En este mar de palabras inexactas, un ticket de avión, o, mejor dicho, varios de ellos, me situó en espacios primevos, exóticos y en el borde de otros universos.
La información recabada antes del viaje no alcanzó para estar preparada a ver lo que se está a punto de experimentar.

Arribar a Addis Abeba en medio de la noche y ver una ciudad iluminada con luces tenues no da una impresión acertada de lo que se va a encontrar cuando amanezca. A la mañana siguiente tomamos otro avión para empezar la gran aventura por las tribus del Valle del Río Omo.
Sergio, mi marido, y yo nos adentramos en pueblos y ciudades nombrados con sonidos ajenos, Arba Minch, Konzo, Jinka, Turmi, y algunos más. Los recorrimos en una camioneta que hacía frente a un camino con más ripio que asfalto, pozos, desvíos, animales, gente en la banquina o en la mismísima vía de circulación, vehículos cargados de moringa o de bidones amarillos en los que transportan agua. Postales de ruta que, si bien la ralentizaban, hacían del recorrido un espacio para conocer la vida en los poblados.
Llegar a los asentamientos de las tribus convoca a reflexiones que van más allá del asombro. Gente que vive con las mismas costumbres desde hace 900 años.






La tribu Mursi, ubicada en el Parque Nacional Mago, Protegido por la UNESCO, alejados de lo que consideramos la civilización, sin comodidades que los acerquen a lo que para nosotros significa el pan de cada día. Analfabetos, desnutridos, sentados en un trapo o cartón que los separa de la tierra arcillosa (a veces), las mujeres con sus hijos colgados de tetas lánguidas que apenas cubren, con la planta de los pies engrosada que provoca el pisar sin calzado. Lo que más llama la atención es el adorno de sus labios, con el que se ven a sí mismas elegantes y hermosas. Desde pequeñas comienzan con tajos que separan el labio inferior para poner un disco, ese tajo se agranda y el disco también. Quedan con el labio colgando cuando no lo tienen colocado y se deja ver la falta de dientes inferiores para darle lugar a semejante artificio que encajan y extraen con total facilidad. Con el disco, de unos diez centímetros de diámetro, en su posición, pueden comer y hablar.




De la tribu Hamar quedó la visión de las ceremonias de casamiento y del paso a la adultez de un jovencito. A éste lo preparan con pinturas, le ofrecen comidas, consejos y una serie de pasos hasta llegar al más importante que lo hará adulto, el salto de los toros. Entre siete y diez animales que ubican uno al lado del otro mientras el chico, de un salto, comienza su paso por el lomo de cada uno de ellos. Al llegar al otro extremo es aplaudido y con gritos lo incitan a que lo repita.
En medio de este rito, las mujeres, unidas por cantos, bailes y desplazamientos, se preparan para que la novia reciba del futuro marido tantos latigazos hechos con varillas, como sea capaz de resistir. Esas heridas sangrantes se untarán con ceniza y tierra para lograr una cicatriz queloide que llevará con el orgullo de haber sido sacrificada y merecer al hombre elegido.
Llama la atención el peinado que lucen la mayoría de las mujeres, de color rojizo debido a que lo untan con arcilla, después de trabajarlo con manteca para que no se desarmen los bucles. Se nota en todos ellos, la transformación que provoca la ingesta de una bebida nativa con alta graduación alcohólica.




Ya frente al río Omo, la gente que integra la tribu Karo se pinta el cuerpo con tintes naturales. Ven, desde el acantilado de piedra, cómo se desplazan las aguas arcillosas, los chicos juegan con una rueda enganchada a un palo, las muchachas ríen mientras se cuentan sus chismes. La foto grupal me acerca a ellas, me abrazan y me hablan con amabilidad y dulzura. Momento bucólico que oculta el real estado de la vida que llevan.




Visitar a los Ngyagaton o Bume, atravesando un puente y encontrándonos del otro lado del río, me da la oportunidad de prestar atención a cómo las mujeres construyen sus casas en forma de conos, herencia de Uganda, de donde son originarios. Su característica distintiva son los collares de cuentas de colores y conchillas que llevan por docenas colgados del cuello o cubriendo el pecho, a la vez que se adornan la cabeza y las orejas con el mismo entusiasmo.



El pueblo Dorze se jacta de tener “chozas elefante”, construidas como un cono con una protuberancia en el frente y dos ventanas en la parte alta para permitir la salida de humo, elaboradas con las ramas de plátanos; árbol del que utilizan desde la fibra que sacan de las hojas, hasta la pulpa de las mismas para elaborar el kocho, alimento que consumen tanto con salsa picante como con miel. Hilan el algodón y tejen sus prendas, telas y mantas para vender. Las mujeres visten largas faldas blancas y se reúnen para entonar canciones con tonos alegres.


Por último, el pueblo Konzo es Patrimonio de la Humanidad, una de las razones es el cultivo de la tierra hecha en terrazas para atrapar el agua de la lluvia. Maíz, sorgo, soja, algodón, café, kats, tabaco, y lúpulo, que los lleva a fabricar cerveza, es el trabajo de cada día. Junto a esa actividad llevan adelante una serie de tareas que los distingue del resto. Trabajan la madera, también el caucho para elaborar calzado. Tienen escuelas y centros de salud.
Apenas un vistazo a lo que puede llevar horas relatar. Lo que se conoce es incompleto, sesgado, tanto por el tiempo de recorrido como por falta de acceso al idioma de los habitantes. En un país que tiene más de 80 grupos tribales, nuestra visita fue a 7 de ellos, cada grupo tiene su lengua propia además del amhárico que es el idioma oficial del país.
Están mal alimentados, con necesidades básicas sin satisfacer, con un turismo que en los últimos años no aporta los ingresos previstos, primero por la pandemia y siempre por las continuas amenazas de guerras tribales, aunque eso sucede más en el norte que en el sur.
A finales del siglo XIX Italia pretendía ampliar su reinado al norte de África, y el país que se mantenía independiente era precisamente Etiopía. Hubo un enfrentamiento crucial y el ejército italiano, demasiado confiado y mal dirigido, fue derrotado por el etíope, en la batalla de Adwa en 1891.
Etiopía permaneció libre hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Mussolini intentó llevar a cabo una invasión. Se concretó solo durante unos cinco años y únicamente en grandes ciudades. Al caer derrotado el dictador del Estado Italiano, Etiopía recupera su independencia a través de tratados internacionales. Este hecho contundente ha favorecido que los diferentes grupos étnicos pudieran conservar sus costumbres, tradiciones y todo el acervo cultural de su origen.