En 1987, el reporte Brundtland definió por primera vez el concepto de sostenibilidad. Este documento define el desarrollo sostenible como el que cumple con las necesidades del presente sin poner en riesgo el cumplimiento de las necesidades de generaciones futuras.
Actualmente se usa el concepto de sustentabilidad en varios dominios como economía, moda, arquitectura o gobernabilidad. Es de común entendimiento que aquellos modelos de negocios que apelan ser sustentables son genuinamente bien intencionados, tratando de reducir la huella de carbono y su impacto en la naturaleza reemplazando insumos, optimizando el uso de energía o reusando materiales de desecho.
Sin embargo, las buenas intenciones son insuficientes si no hay una mirada profunda de las raíces del problema de las cuales somos ciegos protagonistas. Existe una falacia detrás del término desarrollo sostenible que curiosamente nos invita a replantearnos las preguntas: qué es desarrollo, qué es sostenibilidad 30 años después de aquel reporte y por qué nos aterra cuestionar el actual sistema económico hedonista del cual somos esclavos.
El desarrollo o progreso ha estado y sigue estando íntimamente vinculado con la capacidad de cubrir las necesidades en un determinado entorno geográfico. Basta mirar la lista de los 10 mejores países para vivir donde el término ‘mejor país’ es directamente proporcional al producto bruto interno (PBI o GDP en sus siglas en inglés), un indicador de la actividad económica.
El término necesidad en este indicador está definido en función a su potencial económico, dejando de lado otros tipos de necesidades como las interpersonales, intrapersonales, espirituales y afectivas. Este indicador basado en rentas que nació en los años 60 sigue siendo la gema que casi todas las economías buscan para corroborar un status quo de bienestar.
El actual modelo de sustentabilidad continúa alimentándose de las raíces de una economía extractiva. Ser sustentable es una estrategia rentable de márketing donde decimos que ‘de verdad queremos ser sostenibles pero no queremos dejar de ganar’. De este modo la sustentabilidad se convierte en un mero ambientalismo cosmético que está separado de sus bases éticas originarias. En tal sentido, sustentabilidad no implica un crecimiento sin deceso que privilegie enteramente al ser humano, sino una expansión de nuestro foco de preocupación (centrado en nosotros) hacia otros ecosistemas. Una sustentabilidad más inclusiva está anclada en el altruismo, en la diversidad y en la capacidad de ser conscientes de lo que somos y hacemos en relación a los demás.
Una idea madura de sustentabilidad no significa dejar de ser antropocéntricos, dejar de extraer o dejar de consumir. Lo último sería convertirnos en fanáticos ambientalistas. Por el contrario, así como el ser humano madura en sus deseos y aprende a descifrar sus propios ritmos, como humanidad estamos invitados a reducir nuestro hambre de más, a dejar de creer que somos lo más importante y a observar nuestros ritmos de extracción y consumo. Una mirada adulta de sustentabilidad implica ver y accionar acorde con los ritmos de recuperación de la naturaleza, conduciendo inevitablemente a la renuncia de nuestras costumbres de ser, estar y relacionarnos. Es quitar el polvo de nuestros gafas y comenzar a mirar con apreciación la generosidad de todo lo existente por permitir que sigamos en pie.
En conclusión, la sustentabilidad se ha convertido en un comodín para seguir generando dividendos, pero para un público más sofisticado incrementando aún más la brecha de inequidad. La culpa no es de la sustentabilidad, de los emprendedores, del patriarcado, ni del gobierno y sus representantes. Es nuestra ceguera crónica adicta al entretenimiento y a los placeres a corto plazo. Nuestra enfermedad es la intolerancia de estar con nosotros mismos y la falta de coraje para hacerlo. Esto no es una crisis climática o social, es una crisis ética y espiritual.