Es un atardecer atípico, pues el viento ha decidido soplar de forma imperiosa. A su paso, los cuerpos resonantes parecen activarse y vibran en armonía con su tónica. El movimiento es personificado por las ramas danzantes que se estremecen al compás; las hojas, aún en estrecho vínculo familiar, se ofrendan caricias entre ellas y las que han optado por su independencia, en cambio, se circunscriben en remolinos de aires inquietos rasguñando superficies vulnerables. Quién conquista los terrenos es la tierra, que, convertida en polvo, se mueve ligera, sin ataduras.
Pacha contempla la escenografía desde la roca más alta y alejada de su aldea. En cuclillas, y con los párpados entrecerrados, observa a su gente en el ir y venir diario; lavan ollas, cocinan, cuidan de las criaturas, buscan alimento. De tanto en tanto, se ofrendan una pausa; intercambian sonrisas, canciones y algunas palabras; luego retoman sus quehaceres. Renovados, parece como si ese ejercicio les permitiese acarrear la responsabilidad del trabajo sin peso alguno.
Pacha dirige su mirada nuevamente al paisaje oscilante; lo encuentra exquisito. Pero ahora, inundada del entorno, se permite una visita hacia su interior, cerrando los ojos; utiliza los sonidos de la naturaleza como vehículo.
El sol se despliega sobre su piel y la ilumina por dentro y por fuera, en un abrazo cálido de simple presencia. Pacha reconoce el palpitar de su corazón, la entrada y salida del aire; siente sus piernas entumecerse, sus brazos relajados; reconoce como la energía se va acumulando poco a poco en su cuerpo.
Luego de unos minutos así, vuelve a abrir los ojos y observa que el resplandecer sobre el horizonte se va diluyendo para dar paso al crecimiento de las sombras. Desde sus propios pies también se despliega una. Sonríe; es la suya. Pacha disfruta de la consciencia plena.
Ahora su cuerpo pide pasar a la acción.
Pacha entonces toma envión y da un salto hacia adelante desde el borde de la roca. Al caer lo hace en puntas de pie, adoptando una vez más la posición en cuclillas; sus rodillas casi a la altura de sus ojos.
Pacha se para y se pone a andar a toda velocidad; va hacia el río que parece querer desafiarla; como lo hacía en otros años de su vida. Pero Pacha ya no le teme, pues ha crecido; sus piernas, alguna vez inmaduras y de pasos temerosos, producen ahora zancadas firmes y experimentadas.
La zona más angosta de la corriente se presenta ante sus ojos, y, al llegar a la orilla, Pacha empuja con sus pies la tierra húmeda y se eleva en el aire nuevamente; cae del otro lado del río, recibiéndose con el cuerpo contraído una vez más; su cuerpo para quedar al ras del suelo.
Pacha retoma la carrera, con algo más de calma y se hace paso entre la vegetación hasta arribar al claro donde se encuentra su hogar y el de su gran familia.
Algo anda mal. El palpitar de su corazón queda acelerado y su respiración agitada. De su boca se desprende vapor, como si acaso una pava estuviese en ebullición.
La piel de su cuello se eriza; el viento ha cesado, pero aire se ha puesto frío.
Pacha mira a sus alrededores; la comunidad se ha resguardado; no hay nadie a la vista.
Sondea el terreno con parsimonia, casi solemne; de igual forma algo en su interior se agita al ver que todo ha quedado sin atender; las herramientas de trabajo, los juegos de los niños, los alimentos…
Intensificando su exploración, Pacha ahora utiliza su mirada para irrumpir en las viviendas de sus allegados; no ve movimientos, y los sonidos cotidianos parecen haberse tomado un descanso.
Pacha se dirige a su propio hogar llevando consigo un sentimiento novedoso; un sentimiento de recelo. A medida que camina hacia allí el sentir prolifera pues comienza a percibir en el ambiente aromas de foránea procedencia. Parecen bálsamos fuertes; no solo penetran su sentido del olfato, si no que también parecen empapar su inconsciente; como si pudiesen tocar su alma.
Cuando Pacha llega a la entrada, ve que de esta cuelga una cortina blanca; la corre hacia un lado y se hace paso al interior de su hogar. Allí se topa con su hermano Jano, quien, en seguida, la besa en la frente. Luego la mira a los ojos; ellos dicen que su madre sufre.
Pacha mira hacia adelante; recostada sobre su espacio de sueño, su madre estira un brazo y lo dirige hacia su hija. Pacha la contempla con el desierto en su pecho; parece haber perdido la vitalidad de quien aún se encuentra en esta vida.
Pacha camina hacia su madre -por detrás, la acompañan su padre, Jano y su hermano menor- se arrodilla a su lado y apoya sus labios sobre su frente; sostiene el encuentro de pieles por unos segundos. Luego retrae su cuerpo y le toma la mano con firmeza. Su madre parece querer esbozar una sonrisa; con esfuerzo, logra algo semejante. Pacha tensa la comisura de sus labios y una lagrima finalmente cae de uno de sus ojos.
Pacha ahora apoya un lado de su cabeza sobre el pecho de su madre. Oye su corazón latir profundo, pausado… y cada vez más pausado; cesa por completo.
Por unos instantes, el propio corazón de Pacha lucha por irse también. Pero Pacha logra controlarlo mirando hacia atrás, donde aún se encuentra el resto de su familia. Su padre le sonríe primero; luego Jano; el pequeño le toca un hombro. Pacha se pone de pie sosteniendo la mano de su hermano menor y luego todos juntos rodean al cuerpo y espíritu de su madre y compañera de vida. Cierran el círculo tomándose de las manos e inclinan la cabeza hacia arriba, como si acaso pudiesen ver el cielo a través del techo.
De pronto, Pacha nota que un viento se eleva desde el cuerpo de su madre; se desprende de su interior en una neblina blanca, pura. La forma de un ave se alza en el aire y luego, en un instante, se esfuma hasta desaparecer por completo.
El silencio se hace extensivo mientras la familia absorbe el momento. Es interrumpido por un chirrido que proviene del exterior.
Pacha rompe el lazo y corre a toda prisa hacia la cortina llevándosela puesta.
Parada en el medio del parque ve que un águila de color blanco vuela alto; se dirige al norte. Pacha la sigue retomando sus zancadas, pero el águila se ha frenado y revolotea sobre un círculo de troncos que espera ser prendido; recibirá un nuevo nacimiento pronto.
El águila desciende y se para sobre los troncos; la mira a los ojos. Ahora mira hacia la zona de viviendas desde donde se escucha que una criatura busca aire; su llanto quiere desahogarse.
Pacha mira hacia allí; una madre con su recién nacido se hace paso hasta el circulo de troncos. La comunidad sigue por detrás.
El águila aletea de forma vigorosa y se alza en el aire para emprender viaje nuevamente.
La aldea se acomoda alrededor del círculo de troncos formando un anillo. Finalmente llegan Jano, el padre de Pacha y su hermano menor; también toman sus posiciones. Jano se agacha y enciende el fuego de nacimiento.
Pacha mira hacia el norte para ver al águila una vez más. Desaparece entre las nubes.
Pacha toma su lugar dentro del anillo humano, y lo cierra enlazando sus manos con las de sus hermanos.
El fuego se eleva en el aire y el llanto de la criatura recién nacida cesa; habilita al mantra de intercambio, que ya resuena en el pecho de cada individuo de la comunidad. Es allí donde las almas que yacen de este lado y del otro disfrutan de su último encuentro.