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Un camino hacia adentro

Maria Lucia Thomas

Por alguna extraña razón la vida me había recluido hacia varios años. Pero ya cansada de la soledad, quise entrar en el arduo camino del entendimiento, del porqué. ¿Qué había detrás que no me dejaba disfrutar y compartir como antes?

Me dispuse a leer, entonces, sobre espiritualidad. Sobre el viaje hacia el interior y los despertares. Pero mi mente racional no lo comprendía. Parecía todo demasiado etéreo. Reiteradas veces intenté meditar, pero, devuelta, mi mente inquieta y rumiante no me quería dejar en paz.

Tomé una decisión drástica. Vendería todo, sí. Y renunciaría a mi trabajo. Me despediría de los pocos afectos que me quedaban y viajaría en compañía solo de mi misma. Parecía contradictorio; cansada de la soledad, pero aun queriéndome ir sola. Y es que en el estado en el que me encontraba sentí que no había otra opción.

El destino sería India, pues no podía fallar.

Cuando llegó el día, recogí el poco equipaje que tenía (solo una mochila) y partí al aeropuerto. Nos dieron de cenar en el avión por lo que cuando llegue solo debía encontrar un lugar donde pasar la noche. Recién al otro día me ocuparía de los retiros espirituales y toda la cuestión; seguro habría muchas opciones.

Caminando por la ciudad de Rishikesh, busqué un hostel; entré en el primero que se me cruzó; era solo una noche. Deposité mi mochila en el suelo y esperé a ser atendida. Pasaron unos cuantos segundos antes de que alguien se acercara al mostrador.

Una persona, que no supe si era un hombre, una mujer o alguien más, me dio la bienvenida con una sonrisa que cubría su cara de oreja a oreja. Lucía su pelo en una trenza que le llegaba hasta debajo de los hombros. Vestía un atuendo lila.

“Busco una habitación para la noche” le dije en inglés.

Sin emitir palabra, esta persona de extensa sonrisa siguió sonriendo. Mi primer instinto fue sacar la billetera; como no tenía idea cuanto podría valer, esperé a que me indicara. El ser sonriente sacudió la cabeza en negación. Acto seguido, saqué mi pasaporte y se lo mostré. Se negó una vez más. Entonces dio una reverencia poniendo sus manos juntas -recordé haber leído algo sobre ese Namaste– y, por las dudas, yo hice lo mismo. Pareció ser que eso es lo que estaba buscando, pues la persona dejó escapar una pequeña risa. Luego se dio vuelta, tomó una llave y me condujo hasta la habitación.

Luego desapareció.

Descargué el equipaje, y, exhausta, me tiré en una de las camas; en pocos instantes me quedé dormida.

Al otro día me desperté y del susto me reincorporé en un salto; el ser de la sonrisa tatuada me miraba desde la cama, aún sonriente.  Ya me empezaba a dar miedo, ¿acaso nunca estaba triste? 

Luego se retiró sin emitir palabra alguna. ¿Qué? Pensé.

Entonces junté mis cosas rápido y salí de la habitación en su búsqueda, pero ya había desaparecido otra vez.

Sobre el mostrador descansaba una bebida caliente y una galleta. Reconocí las sinfonías voraces provenientes de mi estómago y se me hizo agua la boca. Miré hacia ambos lados para asegurarme que no hubiese moros en la costa, y como no vi a nadie, me tomé el atrevimiento de engullir la galleta que se arrastró por mi garganta con tanto roce que me hizo toser. Rápido le di un sordo al te.   

Había alguien afuera sobre la inexistente vereda. Reconocí esa trenza y me dio escalofríos. Pero debía salir. Rogué que no me hubiese visto usurparle el desayuno y, con la mochila a cuestas, fui para afuera.

“Quisiera pagarle y retirarme.” Le dije haciéndome la tonta cuando estuve a su lado. “Sabrá de alguna agencia de turismo a donde me pueda dirigir?” En vano esperé una respuesta que nunca llegó.

Sin mirarme, pero siempre sonriendo, este alguien se puso de pie como si acaso su cuerpo no pesara y se volvió hacia adentro. Seguí sus pasos avergonzada por aquel accionar cegado por el hambre. La persona vio que la galleta no estaba. Sin embargo, no se inmutó y, al contrario, me ofreció la taza humeante. Le agradecí con mi vergüenza en incremento, busqué mi billetera y saqué la tarjeta para pagarle. Segundo intento. Pero se negó otra vez. ¿Acaso no me iba a cobrar? Insistí, y volvió a negarse. No me quedo otra más que agradecerle.

Me propuso una pequeña reverencia y luego con una mano me hizo un gesto para que partiera.

Me retiré sin saber a dónde iría después; no me importó; estaba feliz. Pero en cuanto hice algunos pasos por la acera sentí que me tiraban de la remera. Me di vuelta. Otra vez esa sonrisa.

 “Qué hace?” le dije, intentando soltarme.

Y entonces volvió a engarzar sus manos en mi ropa y de vuelta tironeó, esta vez empujando hacia adelante.

“Qué le pasa?” le dije con el tarro de la impaciencia a punto de estallar.

Entonces esta persona que ya no me caía nada bien se frenó y, deshaciendo su sonrisa, me miró fijo a los ojos por primera vez.

Swoosh! Había perdido el total control de mi cuerpo; como si no existiese.

El ser de la no-sonrisa, entonces, me soltó la ropa y dejo de mirarme, giró en su propio eje y retomó su andar. Mi cuerpo, embobado, lo siguió.

En un momento, rompiendo con el silencio exterior, el ser dio inicio a un canto esotérico; varias voces se manifestaron desde aquella tan extraña existencia que era.

Finalmente, recobrando yo la autonomía de mi cuerpo y mente, como en un despertar, llegamos a algún sitio. Bueno, llegué yo, pues el ser se había desvanecido.

Frente a mí se extendía un sendero; parecía como si se hubiese materializado en ese mismo momento. Se veía sinuoso, áspero, accidentado.  Rocas puntiagudas a ambos lados; enormes grietas, resecas.

Por unos segundos el miedo me paralizó. Mi mente hacía ruido, me decía que ese no era el camino adecuado. ¿Y si algo me pasaba? Había viajado en busca de un retiro espiritual; de paz, de tranquilidad. Había venido a meditar, a estar en compañía de grandes árboles y jardines amplios y luminosos. No era esto lo que buscaba; ciertamente no necesitaba esto. Debía regresar. ¿O no?  

Mi intelecto sabía que no podía seguir; tenía agua solo para unas horas, nada de comida y poco abrigo. Sin embargo, mi cuerpo tomaba las riendas nuevamente, enmudecía a la mente, y me empujaba hacia adelante.

La batalla campal se había desatado, mente o cuerpo, ¿a cuál hacerle caso?

Tuve que tomar mucho coraje para escuchar solo al cuerpo. Pero así fue; y avancé con cuidado por el sendero.

Los primeros kilómetros requirieron mucho sudor. Tenía ampollas en los pies, rayones en las rodillas y todo el pelo enmarañado. La falta de aire se acometía a encogerme el pecho a cada paso. Pero, para mi tímida tranquilidad, de vez en cuando se me aparecía alguna flor en el camino, que me acompañaba algunos metros y con sus hermosos colores me sacaba la pesadez por un rato. Eso y la descarada voluntad de mi cuerpo fueron lo que me incitaron a seguir.

Pero a medida que me fui adentrando más en este camino, todo se volvió cada vez más punzante. La mente me volvió a gobernar; un torbellino de pensamientos dañinos. La distancia me tomaba de los brazos y piernas, la angustia crepitaba en mi espalda y pecho: despejaba el paso al vacío.

Pero no podía volver, pues cuando miraba hacia atrás, no había sendero posible.  La única vía era hacia adentro.

Al fin, se produjo un cambio en el paisaje. Aparecieron montañas, y en ellas aberturas; casi portales hacia lugares inimaginables. La naturaleza me estaba obsequiando una pausa, un respiro.

Y puse plena atención. Y escuché ese canto que venia de las montañas; la canción que había estado tarareando el ser de la sonrisa esa mañana. 

Emocionada por volver a estar en compañía de alguna otra existencia que no fuese yo, entré. Pero allí no había nadie. No quise jugar con la decepción y me senté en el suelo; cerré los ojos para acompañarme al menos de la música. En ese instante, como si me sumergiera en la profundidad de mi propio ser, me ocupó una sensación de serenidad inconmensurable. Las voces ahora se elevaban desde mi esencia y se fusionaban con mi alrededor; se fueron desvaneciendo; lento, pausado. Y cuando hubo real silencio, sentí como una mano se depositaba sobre mi pecho.

Ya puedes regresar a los tuyos” escuché a una voz pronunciar; era la mía. Noté que mis labios se abrían paso hacia una sonrisa; de oreja a oreja. Y me até el pelo enmarañado en una trenza. Me encontré.

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