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Ciudad Sumergida

Maria Lucia Thomas
Ciudad Sumergida

Hace unos años atrás, era una práctica común que, luego de cenar, me retirase al living a beber una infusión caliente y leer alguna cosa.

Pero es que una noche sucedió algo muy fuera de lo común.

Ya tenía previsto reemplazar la lectura por el estudio de algunos mapas-venía planeando hacer un viaje dentro de muy poco y siendo yo tan organizada quería asegurarme la ruta a seguir- por lo que luego de comer, me preparé un té verde y me fui hasta el living (como siempre). Apoyé la infusión sobre la mesita ratona que tenía a mi derecha, estiré el mapa del mundo y otros tantos sobre el suelo y, por un rato, me quedé observándolos desde lejos, pensando en todo lo que debía aún sortear para poder irme.

Luego de una buena ojeada, recuperé mi taza y le di un sorbo, buscando mayor claridad y decisión. Se me vino un pensamiento loco a la cabeza, muy loco: lo increíble que sería poder viajar a cualquier parte dando solo un brinco sobre el mapa. En un abrir y cerrar de ojos estaría en otro país, sin papeles, sin trasbordos, sin el ajetreo del aeropuerto. Todo un sueño. Pero la risotada que di en voz alta frenó mi delirio y derramé algo del té sobre el mar mediterráneo. Me agaché a secar el líquido con la camisa. Mi cara estaba ya al ras del piso. Me congelé; mis ojos eran dos bolas de billar relucientes.

Algo de otra existencia sucedía frente a mí. Del mar mediterráneo emergían y se hundían, como si fuese una transparencia, los cimientos de una ciudad entera. Tuve que pestañear varias veces para romper con el estupor en el cual me veía sumergida. La imagen titilaba, surgiendo del agua y volviéndose a zambullir sin cesar.

Extrañada y sorprendida me puse de pie en un solo movimiento y en posición firme contemplé el mapa de lejos una vez más.

Dándole poco tiempo a la mente para retomar sus andanzas, adquirí la pose de quien va a saltar a un lago helado. Debía intentarlo al menos. Luego de ver lo que había visto, todo era posible, ¿o no?

Y entonces, doblé más las rodillas, me balanceé con los brazos -con el cuerpo entero- y tomando envión, di un brinco hacia adelante. Cerré los ojos.

Unos cuantos momentos… todo giraba a mi alrededor. No abrí los ojos; no quería. Y de pronto… ¡SPLASH!  la ropa empapada. La nariz y boca ahogadas. Tosí, tosí lo que más pude, buscando aire, queriendo vaciar mis fauces. Y luego de un rato todo desapareció. Seca, podía respirar.

Abriendo los ojos, me palpé el cuerpo para corroborar que efectivamente estuviera seca y entera.

Me encontraba en lo que parecía ser un comedor, solo que salido de otra época; estaba intacto. Muebles de madera tallados, tapizados con terciopelos de diferentes tonalidades de rojos y marrones. Espejos de marcos extravagantes, dorados. Platos color hueso con motivos y adornos en celestes y azules.

Las ventanas eran pequeñas, poco se podía ver hacia afuera. Entonces me acerqué a una de ellas. Aun no tenía muy en claro donde había aterrizado. Pensé que debía haber pasado por algún mar u océano en el trayecto hasta allí, pero no más que eso.

Y tuve que agarrarme el pecho cuando vi hacia el exterior. Una ciudad entera se erguía ante mis ojos. Casas, mercados, un hospital y hasta una Iglesia lucían su solidez. Una solidez que, intacta, existía bajo agua – y yo sumergida con ella.   

Inconcebible para mi realidad fue ver el siguiente hecho: como si ahora los humanos pudiesen respirar bajo agua, una mujer salió de una de las viviendas y se dirigió al mercado.

¿Había acaso aterrizado en la ciudad centelleante del mar mediterráneo? ¿Qué debía hacer ahora? ¿Podría acaso salir de la habitación sin ahogarme? ¿O se inundaría y moriría en el intento?

Y obedecí a mi instinto.  Me fui hacia la puerta y, sin darle mucha vuelta, la abrí de un tirón. El agua entró a borbotones, me sacudió y me empujó hacia atrás. Sacando fuerzas de lo más profundo de mi ser hice el intento de cerrar la puerta nuevamente, pero era tal la presión que no hubo caso alguno. Pensé que partiría hacia un nuevo mundo.

Pero eso no sucedió. Cuando el agua me tapó completa y su nervio cesó, ocurrió un milagro. Aún podía respirar con normalidad.

Salí, entonces, a recorrer; llevaba mucha intriga contenida en el pecho aún. Al cruzarme con el primer ciudadano del pueblo -un cura que venía de dar misa- me atreví a frenarlo. Le pregunté, con miedo de deschavar mi ignorancia, qué es lo que hacía su ciudad bajo agua y cómo es que podíamos respirar.

Su historia me conmovió.

Parece ser que se trata de una ciudad que existió alguna vez en tierra seca. Los ciudadanos amaban su hogar y vivían muy relacionados con la naturaleza; la veneraban en actos rituales con regularidades. Pero, fue un día que un ente mayor decidió romper con todo eso y construir un embalse, una represa.

Acto seguida, la ciudad empezó a inundarse. Las opciones eran irse o morir con ella, con la ciudad. El pueblo, arraigado hasta el alma a sus raíces, decidió que su destino era morir con ella.

Pero la naturaleza eso no lo permitió. Sabia, accionó en favor de sus fieles. Y en cuanto las primeras casas quedaron bajo agua, la respiración de sus habitantes evolucionó para que pudiesen respirar de igual forma.

Y así, el pueblo permaneció, ya nadie más pudo sacarlos de allí.

Hoy, según lo indique el mapa de la intuición, sigo recorriendo ciudades perdidas, bajo agua o no. Intento, humildemente, relatar sus grandes historias, trayéndolas a la vida para que no vuelvan a ser olvidadas.

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