Atraqué el velero sobre una orilla, dentro de una pequeña bahía, y rogué que el viento no se lo llevara. El lugar parecía desolado, llovía torrencialmente y hasta la columna vertebral me temblaba del frió. Rápido, para no enfermarme, me dispuse a andar por el camino de tierra que se alejaba de la costa. Hacía días que solo me alimentaba a atún enlatado y galletas y mi cuerpo urgía un buen plato de comida y una cama sin movimiento.
A cada paso que daba el peso de mis pies parecía duplicarse; mis botas cada vez más untadas en barro. Pasaron horas sin divisar una señal de civilización. Comencé a sospechar que nunca lo haría. La desesperanza me invadió el pecho.
En un momento, sin embargo, a unos metros de distancia, creí ver algo que se erguía hacia el cielo, danzante. Un hilo de humo que se hacía paso por entre la cortina de agua y la vegetación salvaje. Un árbol incendiándose, pensé. Intenté dejar ese pensamiento de lado. Tenía que ser algo mejor. Un refugio, quizás. Sería mi salvación.
Aceleré el paso, como quien lo hace durante el último tramo de una maratón, a punto de llegar a la meta, y me conduje hacia el origen de la fumarada.
Cuando llegué, sosteniendo mis pulmones con las manos y mis piernas enclenques pidiéndome piedad, me topé con una construcción de barro, sutil; me invitaba a pasar.
Busqué la puerta: estaba escondida entre grandes ramas de palmera, pero no encontré timbre, campana, ni ninguna otra cosa que pudiera anoticiar mi llegada. Aplaudí, luego golpeé con el puño cerrado. Nada. Sin respuesta.
Sin más remedio, deseé al cielo que la puerta no estuviese con llave y la empujé. El destino a mi favor: la puerta se abrió. Miré nuevamente al cielo y le agradecí. Me quité los borcegos embadurnados afuera junto con las medias, la campera empapada y entré.
Y cuando cerré la puerta a mis espaldas tuve una sensación extraña, por alguna razón, había llegado a casa.
Tomándome el atrevimiento de quien se encuentra en una situación límite y ya nada le importa demasiado, avancé por los pasillos del lugar. Iluminado solo con velas, me topé con escalones que iban hacia arriba y hacia abajo a diferentes subespacios.
Llegué a la cocina; amable, todo de madera. Frascos con verduras y líquidos burbujeantes de varios colores dispersos por la mesada; panes de semillas, que olían a levadura; cubiertos con repasadores. Una olla en ebullición con papas, batatas, zapallo y maíz. Aromas de comida casera: laurel, ajo y puerro.
El living, de amplios ventanales. Almohadones en el piso, alfombras que parecían traídas de la India, y una zona más retraída y elevada, con un colchón sobre tablones de madera; arriba más almohadones. Una pequeña repisa y sobre ella una rama de palo santo encendida. Balsámico, tibio, acogedor. Un libro boca abajo a su lado.
De repente, la realidad me volvió a traer al presente. Pasos; venían de detrás de una mampara de bambú. Había alguien. Me di cuenta que, ensimismada, había asaltado su privacidad. Con mezcla de vergüenza y susto, me fui hacia atrás, pensando si debía correr e irme, o enfrentar la situación y disculparme. Me decidí por lo segundo.
Una mujer, su pelo mojado; traía puesto un remerón y un pantalón de lino, bien sueltos. Una toalla en la mano con la que se secaba el pelo.
“¿Gustas acompañarme con una taza de té?” me preguntó.
Yo me quedé tonta, sin poder creer su reacción. En lugar de sacarme corriendo, esta mujer, de facciones suaves y tono de voz cálido, me estaba invitando a una taza de té.
Aún sin poder salir del asombro, acepté su propuesta. A la espera de ese brebaje caliente, me fui hacia el ventanal a observar la guerra desatada entre el cielo y la tierra. Sentí alivio de estar bajo techo. Pero seguía mojada, me pescaría un resfrío.
Como si me hubiese leído la mente, la mujer volvió a aparecer con una pila de ropa seca y una toalla limpia. “Toma un baño,” me dijo, “puedes quedarte a cenar también.”
Luego de ponerme cómoda y seca, tomamos la infusión y comimos a la luz de las velas y los relámpagos. De fondo, la musicalidad del viento y la lluvia.
Esa noche me quedé a dormir, pues la tormenta no me había permitido regresar. A la mañana siguiente, al levantarme, me encontré sola, y vi, sobre una de las mesadas de la cocina, el desayuno preparado: pan de semillas, manteca de nuez, y una mermelada de mandarina casera. Supuse que venían de la huerta que tenía en el fondo del jardín.
Mientras esperaba que se hiciera el café, me dispuse a cortar dos rebanadas de pan. Y cuando levanté el frasco de la manteca de nuez para untarla, me encontré con una pequeña nota que decía:
Quédate. A este lugar los has buscado y encontrado. Ahora es tuyo.
Al principio, no pude entender. Era una locura. ¿Cómo una extraña me iba a ceder su vivienda? Pero, con el tiempo, luego de vagar por la isla y finalmente toparme con sus otros pocos habitantes, comprendí que su mensaje era real.
La isla, que ahora es mi barrio, solo se deja ver cuando la brújula interna de un buscador se enciende. Y la mujer, bueno, ella es parte de esta isla también; siente, construye, espera, acomoda y luego parte hacia otro terreno para volver a iniciar el ciclo. Así con cada nuevo habitante, así con cada alma con la que conecta.
Ahora, desde el interior del refugio, pienso que esa sensación que había tenido al llegar, de que esa era mi casa, no fue nada disparatada. Mi refugio verde, como hoy lo llamo, es ahora mi hogar. Pero también lo había sido desde el primer momento que vi la isla aparecer a la distancia.