ANCHOAS EN EL MAR

Maria Lucia Thomas

A los cinco o seis me subí a un avión por primera vez.  Mis abuelos, todos los años, planeaban algún viaje distinto por la Argentina y siempre llevaban a uno de sus nietos. Esta vez me tocó a mí. Puerto Madryn era el destino; una ciudad costera del sur del país reconocida por sus avistajes de ballenas y otras criaturas marinas.

El trayecto en avión fue muy tranquilo. No tuve nervios, ni ganas de vomitar. Sólo un poco de presión en los oídos, nada que comiendo chicle no se pudiera solucionar, y algo de “extrañitis” aguda, que se me pasó a penas me dieron unos lápices y un cuaderno para colorear.

Cuando llegamos a la hostería, de nombre, Caracoles en el Mar (aún no deja de asombrarme la poca originalidad de ciertos lugares para poner nombres), lo primero que hicimos fue dejar todos nuestros petates y cosas en la habitación. Recuerdo que las toallas sobre la cama olían a jabón viejo. O quizás a jabón nuevo puesto en el cuerpo de una vieja. No lo sé.

En cuanto nos abrigamos bien y nos pusimos un calzado más apropiado para caminar, nos fuimos para una reserva de pingüinos en un auto alquilado, al que parecía que le había agarrado neumonía.

Lo primero que pensé, al ver a esos gnomitos de color negro y blanco y pico, fue que se veían muy simpáticos y graciosos. Caminaban raro y parecía que en cualquier momento se tropezarían. Les dimos su comidita especial, mi abuelo les sacó unas cuantas fotos, que después imprimió y las puso de adorno en el living de su casa, y nos fuimos a almorzar.

Comeríamos pizza de anchoas, porque mi abuelo lo había decidido así, y claro, siempre se hacía lo que él quería. A mí, con cinco o seis años, las anchoas no me gustaban. Así que, sin quejarme, tragué sin respirar una porción con pececitos encima, la bajé con un par de sorbos de soda y partimos hacia una nueva excursión. Como no estaba acostumbrada a tomar soda con las comidas, en casa tomábamos sólo jugo o agua, cuando volvimos a andar en el auto con neumonía, empecé a sentir como si las burbujas estuvieran explotando y subiendo por mi garganta.  Traté de retener los gases adentro y por un rato no me molestaron más.

El plan de la tarde era ir a conocer a las ballenas. Finalmente. Las tan aclamadas ballenas. Y a eso fuimos. Pero los problemas aparecieron desde un principio. Como el bote que habíamos reservado estaba averiado, cuando llegamos nos tuvimos que montar en uno más chico. Tan chico era que, en lugar de ser una excursión de más de diez personas como se suponía debía ser, terminó siendo una de cuatro; mis abuelos, el guía y yo. Mi abuelo estaba contento, veríamos a las ballenas de más cerca.  Pero la señora no estaba tan conforme con la resolución.

Yo, ingenua, subí confiada. No podía ser muy distinto a viajar en avión, pensé. Y pensé mal.

Nos acomodamos en los asientos que daban la espalda contra el mar, yo al lado de mi abuelo, que aún olía a anchoas, y frente a mi abuela, que ya estaba dando señales de intranquilidad con su pie inquieto.

El agua estaba picada, por lo que el bote se bamboleó desde el momento en que se puso en marcha. El guía hablaba del lugar, de las ballenas, del mar, pero yo sólo podía pensar en las anchoas que nadaban en mi panza y en las burbujas que ahora salían con el mismo olor que emanaba mi abuelo.  Tragué varias veces para mantener los pececitos muertos adentro mío, pero era tanto el ajetreo que llegué a pensar que habían recobrado vida. Que estaban coleteando en mis jugos gástricos buscando una salida para volver al mar.

Cuando ya estábamos bien entrados en aguas oscuras, me pareció escuchar un sonido que no había escuchado nunca antes en mi corta vida. Era como una queja, aguda, pero grave a la vez. Parecía tener eco y venía del agua.

Quise asomarme pero me dio miedo. Y no sólo por lo que pudiera haber debajo sino porque las anchoas cada vez hacían más presión y no sabía si sería capaz de retenerlas. Entonces, sentada derecha, miré hacia el mar, del lado de mi abuela, y traté de tranquilizarme. Pero su cara no ayudó.

Luego, el sonido otra vez. Pero ahora más cerca. Lo sentía retumbar en mi cabeza.

Y, en ese instante, el agua a mis ojos estalló. Y de ella emergió la criatura más gigante y horrorosa que pudiera existir. Una masa azul y gris con un puercoespín de cerdas blancas, que me apuntaban, atorado en la boca. Con esos granos de pus, que la recubrían casi entera, y amenazaban con entrar en erupción.

Me paré, queriendo gritar. Pero cuando abrí la boca para hacerlo, en lugar de sonido, expulsé todo el contenido de mis tripas; la mitad sobre mi abuela, la otra mitad en el mar. El pan, la mozzarella, todo estaba hecho un engrudo. Las burbujas de la soda, aún explotaban. Y al final, las amigas de mi abuelo, las anchoas.  Mi abuela, por acto reflejo, vomitó después de mí. Y mi abuelo, desde el otro lado, extasiado con la aparición de la ballena, sacó foto tras foto. De las ballenas, de mi vómito, del vomito de mi abuela y también de las anchoas nadando en el mar.

Hay una cosa positiva de todo esto. Y es que las anchoas volvieron a su hábitat natural. Ahí, a donde siempre debieron permanecer.  

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